miércoles, 20 de enero de 2010

Toreando la polémica


BARJOLA


Tauromaquia en la Creta minoica.


PICASSO


GOYA





Si hay una manifestación inherente a una cultura que cause controversia en la actualidad día sí, día también, son los toros. Históricamente asociada a la franja del Mediterráneo, la tauromaquia ha sido una práctica considerada por diversos pueblos, entre la mitología, el ritual y la fiesta, si bien desde hace siglos ya posee tantos apasionados detractores como defensores, con argumentos igual de consolidados por ambas partes. Una fiesta que, a pesar del innegable sufrimiento del animal, basa buena parte de su razón de ser en un componente estético que ha sido aprovechado como tal por un destacable número de artistas a lo largo de la historia, desde Picasso y Goya y sus famosísimas series, hasta Manet, inmerso en el costumbrismo trágico, o fotógrafos como Lucien Clergue y sus oníricas y sensualistas visiones.


Desde antiguo la figura del toro ha estado íntimamente relacionada con una simbología animista, representado la fuerza germinadora y, por ende, la propia masculinidad. Una asociación que explica la extrapolación realizada con los siglos a la matanza, en un claro símil de la propia lucha natural y ejercicio de poder: el más fuerte, el animal alfa, alcanza de este modo la victoria. Ya en el Egipto del Antiguo Oriente la deidificación del toro llevaba implícita la veneración de la renovación de la vida y este animal sagrado, bajo sus tres formas Mnevis, Apis y Baj, era objeto de culto en ciudades principales como Heliópolis, Menfis y Hermontis, asociado a diferentes dioses como una especie de heraldo. Para los asirios, el toro, evolución del mesopotámico antropomorfizado, será el protector frente a los espíritus malignos y recogerá igualmente esta idea del principio germinador. Su asunción de rasgos humanos -barba- y diversas características animales simbólicas -alas, garras- sobre su cuerpo de toro será el germen del posterior tetramorfos cristiano, donde cada evangelista se corresponderá con cada uno de los cuatro elementos Hombre-Toro-Águila-León.

Así, la figura del toro ha estado íntimamente asociada al arte desde sus comienzos, si bien no alcanzará su forma como tema artístico costumbrista hasta prácticamente el s.XVIII, poco después de que las corridas se institucionalicen en base a unos principios similares a la actual Fiesta. Sin embargo, ya en la Prehistoria pueden encontrarse manifestaciones de uros, aunque cumplirán una función propiciatoria (basada, sin embargo, una vez más en la subsistencia), siendo incluso la representación animal más antigua del arte rupestre en el Levante español. Una franja geográfica, además, con la que la figura del toro ha estado asociada de una forma mitológica desde prácticamente siempre: tan sólo hay que recordar las escenas de tauromaquia existentes en el Palacio de Knossos en Creta, donde la historia coexiste con la leyenda gracias al Minotauro y su famoso laberinto, y las representaciones minoicas de taurocatapsia (en antiguo reflejo del "empleo" del toro para un ejercicio "lúdico"); el arte íbero y la representación de la Bicha de Balazote, que recoge la concepción animista del mediterráneo antiguo; o las representaciones mitológicas de metamorfosis protagonizadas por el toro en la Grecia y Roma clásicas, sin olvidar el culto sincrético a Mitra (el dios hindú que será representado matando a un toro). Una mitología recogida posteriormente en época Renacentista, en la que se volverá la mirada a ambas civilizaciones.

Toda esta asimilación del toro cambiará con la llegada, ya en los ss.XVIII-XIX, de un autor como Goya, que recogerá en su serie La tauromaquia el costumbrismo de las corridas de toros españolas, en un momento en el que éstas se constituirán en prerrogativa del pueblo llano. Así, surgirá y adquirirá forma una de las principales temáticas artísticas que ha llegado hasta nuestros días: la taurina. En estos grabados , Goya no sólo representará recuerdos personales sino que, además, encontrará una oportunidad para llevar a cabo estudios relativos al movimiento y la fuerza. Un legado retomado y continuado en el s.XX por Picasso, quien partirá del misticismo para llegar a la potencia de la formalidad, exhibiendo la intensidad erótica de la acción, y que más tarde será continuado por artistas como Lucien Clergue, amigo del artista, quien asumirá como naturales ambos componentes en su obra.

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