jueves, 29 de abril de 2021

RENACIMIENTO ITALIANO


 

                                              Rafael

El Renacimiento italiano marcó un período de gran cambio cultural en Europa que tuvo lugar entre los siglos XIV y XVI. Varios pintores surgieron del Renacimiento italiano y comenzaron a mostrar interés por la belleza de la naturaleza y el cuerpo humano.


Raffaello Sanzio (conocido simplemente como Rafael  nació en Urbino, un pintor de la corte de la ciudad. El joven Rafael probablemente comenzó su formación allí, donde contempló   obras de grandes artistas como Andrea Mantegna y Piero della Francesca. Rafael  fue alumno de Pietro Perugino, y sus primeras obras reflejan la influencia de su maestro, un maestro del Renacimiento por derecho propio. Entre 1500 y 1508, Rafael trabajó en el centro de Italia y se hizo famoso por sus Madonnas y retratos. En 1508, el Papa Julio II le pidió que decorara las salas papales del Vaticano, donde ejecutó algunas de sus mejores obras, como La escuela de Atenas

                                       Mona Lisa

A menudo se considera que Leonardo da Vinci es la encarnación de los ideales humanistas del Renacimiento. Aunque Leonardo fue un maestro de muchas formas de arte diferentes, es famoso principalmente por sus pinturas. Nacido fuera del matrimonio de un notario y una campesina en la República de Florencia, Leonardo pasó sus años de formación aprendiendo en el taller del pintor florentino Andrea del Verrocchio. Solo unas 15 de sus pinturas han sobrevivido a lo largo de los años, entre las que se encuentran La Mona Lisa y La última cena.


Al igual que su contemporáneo, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel fue un maestro en muchos oficios artísticos, entre los que destaca la pintura. En la Capilla Sixtina del Vaticano, pintó dos de los frescos más impresionantes de la historia del arte occidental: las escenas del Génesis en el techo y El Juicio Final en la pared del altar. Miguel Ángel completó los magníficos frescos del techo de la capilla en unos cuatro años. La composición se extiende por más de 500 metros cuadrados e incluye al menos 300 figuras; es sin duda una obra de arte sin precedentes que influyó en muchos pintores de techos barrocos en los años venideros.

                                   El nacimiento de Venus

Otro artista perteneciente a la destacada escuela florentina  es Sandro Botticelli. Aunque los detalles sobre su vida temprana son bastante escasos, se acepta comúnmente que fue aprendiz de Fra Filippo Lippi y también fue influenciado por las pinturas monumentales de Masaccio. Un maestro del Renacimiento temprano, las elegantes pinturas de Botticelli de la Virgen y el niño, así como sus retablos y pinturas de tamaño natural fueron increíblemente populares durante su vida. Quizás sea más conocido por dos pinturas que representan escenas mitológicas, El nacimiento de Venus y Primavera, que se encuentran en la Galería Uffizi de Florencia.


Tiziano Vecellio, también conocido como Tiziano, fue el mayor artista veneciano del siglo XVI. Tiziano es conocido principalmente por dominar el uso del color y su versatilidad; era igualmente experto en pintar retratos, paisajes y temas mitológicos y religiosos. Cuando era adolescente, trabajó con destacados artistas venecianos como Giorgione y Giovanni Bellini antes de establecerse por su cuenta. Pronto estuvo pintando para la realeza de toda Europa, incluido el rey Felipe II de España. Tiziano pintó retratos de muchas figuras destacadas a lo largo de su carrera, desde el Papa Pablo III hasta el emperador Carlos V.

                                    Tintoretto, autorretrato

Jacopo Comin, más conocido por su apodo de Tintoretto (su padre era tintorero), es otro artista con sede en Venecia, uno  de los mejores pintores del Renacimiento italiano. Fue muy influenciado por el uso del color de su compañero veneciano Tiziano, así como por las formas enérgicas creadas por Miguel Ángel. Sus obras, típicamente narrativas a gran escala como su interpretación de la Última Cena, se caracterizan por su inventiva, iluminación dramática y uso de gestos. Por la furia con la que parecía pintar, Tintoretto se ganó otro apodo: Il Furioso.

                                      El tributo

Aunque tuvo una vida corta, murió a los 26 años, Masaccio dejó una huella imborrable en el mundo de la pintura. Nacido en 1401, hizo una contribución muy importante a la pintura gracias a su habilidad para recrear figuras y movimientos realistas, así como a su enfoque científico de la perspectiva. De hecho, es considerado por muchos como el primer gran pintor del Renacimiento italiano y el inaugurador de la era moderna de la pintura. Masaccio fue influenciado por el escultor Donatello y el arquitecto Brunelleschi. Lamentablemente, solo se conservan en la actualidad cuatro obras que, sin duda, fueron realizadas por él, aunque otras se le han atribuido total o parcialmente.

                                    Llamando a los apóstoles


Domenico Ghirlandaio era el jefe de un taller grande y eficiente en Florencia, que también incluía a sus dos hermanos. Muchos aprendices pasaron tiempo en su taller, siendo el más famoso Miguel Ángel. El pintor del Renacimiento temprano se hizo conocido por sus narrativas detalladas que a menudo incluían a los principales ciudadanos de la época; de esta manera, hizo una crónica de la sociedad florentina contemporánea. Uno de sus encargos más importantes vino del Papa Sixto IV, quien lo convocó a Roma para pintar un fresco en la Capilla Sixtina.

                                             Bautismo de Cristo

Andrea del Verrocchio  tuvo un inmenso impacto en los sucesivos pintores del Renacimiento italiano. Entre sus muchos aprendices estaban el mencionado Botticelli, Ghirlandaio e incluso Leonardo da Vinci. Sus patrocinadores incluían a la poderosa familia Medici, el estado veneciano y el ayuntamiento de Pistoia. Artista polifacético que también produjo numerosas esculturas, solo se conoce una pintura firmada por Verrocchio: un retablo de la Catedral de Pistoia. Sin embargo, muchas otras pinturas se han atribuido a su taller.

                                         Madonna del Prato


Nacido en una familia de artistas, incluidos su padre Jacopo y su hermano Gentile, Giovanni Bellini revolucionó la pintura en la región veneciana. Al usar pinturas al óleo transparentes de secado lento, Bellini pudo crear tonos ricos y sombreados detallados. Estas innovaciones en el color tuvieron una profunda influencia en otros pintores, como Tiziano. Bellini también agregó un simbolismo disfrazado a muchas de sus obras, algo que se incorporó más comúnmente en el arte del Renacimiento del Norte.


EL RENACIMIENTO ITALIANO

                                                           Rafael Sanzio

El Renacimiento fue uno de los movimientos culturales más importantes de la historia, e Italia fue su cuna, además de que aquí nacieron algunos de los más grandes genios que ha dado la humanidad. El inicio de este movimiento se dio en el Norte de Italia, primero con la proliferación de ciudades-estado fuertemente competitivas entre sí en el siglo XII, y después con el nacimiento de los grandes empresarios y mercaderes en el siglo XIII.

                                                      Fra Angelico

Estos movimientos de fomento del comercio y la competencia culminaron en el Renacimiento del siglo XIV, junto con el retorno de la cultura clásica, retorno que debería terminar con los oscuros años del medievo. Curiosamente, la estela de destrucción que dejó la Peste Negra y con ella el debilitamiento del poder eclesiástico, propició también una mayor libertad de ideas y pensamientos, impensable durante la Edad Media.

                                                                 Botticelli


Pese a que parte de la sociedad italiana aun estaba anclada en el medievo, la influencia de la corriente intelectual de los clásicos griegos comenzaba ya a notarse desde principios del siglo XIV en Italia, aunque no para las clases bajas, para las que poco o nada significó este movimiento.

                                                        Andrea Mantegna

Las primeras ciudades que sintieron este empuje cultural fueron Florencia y Siena, en la Toscana, desde donde se extendió hasta la mismísima Roma. Durante este tiempo se adornaron profusamente muchos edificios de la Ciudad Eterna, por mandato del papado. Con la llegada de las invasiones a finales del siglo XIV, las ideas gestadas en el Renacimiento Italiano consiguieron trascender sus fronteras, inundando al resto de la Vieja Europa.
                                                                    

                                                                                        Giorgione

Quizá el rasgo más característico del Renacimiento fue su impacto en la cultura, y de ella nos han quedado buenas muestras como los innumerables inventos y obras de arte del genial Leonardo da Vinci, los hermosos trabajos de Miguel Ángel o las obras literarias de Maquiavelo, Petrarca o Castiglione. También edificios como la florentina Catedral de Santa María del Fiore y la Basílica de San Pedro de Roma son legados de esta época sin igual.

 

Arte y Cultura

lunes, 12 de abril de 2021

Francisco de Goya




Cuando se exhumó el cuerpo de Goya se encontraron un cadaver sin cabeza.

El cónsul español en Burdeos paseaba por el cementerio de la ciudad cuando descubrió una tumba doble, con dos sepulturas, donde estaban enterrados los cuerpos de Goya y su consuegro Martin Miguel de Goicoechea. Ocho años más tarde las autoridades españoles decidieron  repatriar el cadaver del pintor a España. La desaparición de la calavera del artista aún hoy es un misterio.

Goya nació en Fuentetodos,  el pueblo de su familia materna. Tras sus años escolares en Zaragoza, entró en el taller de Jose Luzán y más adelante siguió su formación con Francisco Bayeu Subías que más adelante se convertiría  en su cuñado al casarse Goya con Josefa Bayeu.


Despues de unos modestos inicios en Aragón se trasladó a Madrid en 1763, siguiendo a Bayeu, que trabajaba en la decoración del Palacio Real.  Ya en Madrid quiso obtener una pensión de la Academia de Bellas Artes pero al no conseguirla viajó a Italia por sus propios medios. Hay constancia, a través de sus apuntes, que visitó, entre otras ciudades, Bololia, Parma y Milán e hizo su regreso a España a traves de Génova  y Marsella.  

 En Madrid, en la iglesia de San Martín (25 de julio 1773) se casó con Josefa Bayeu y en 1775 comienza su trabajo 
 como pintor de cartones de tapices para la Real Fábrica de Santa Bárbara. Los temas representados, elegidos por el rey, eran de caza, que fue la afición más importante del artista a lo largo de su vida. Perros, escopetas y lugares de caza favoritos.

El 7 de julio de 1780, con el clasicista Cristo en la cruz (Madrid, Museo del Prado), ingresó como miembro de mérito, por unanimidad, en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

En otoño de  1780 se traslada con su familia a Zaragoza para pintar el fresco de la cúpula de Regina Martyrum en el Pilar, obra que sería rechazada por la Junta de la Basilica y que causa la ruptura con su cuñado Bayeu lo que afectó a la actividad de Goya, que perdió encargos proporcionados por su cuñado.

Su honor de artista quedó restaurado al encargársele por orden del ministro de Estado, el conde de Floridablanca, uno de los cuadros para la basílica de San Francisco el Grande, la Predicación de San Bernardino de Siena, concluido en enero de 1783.  

En el decenio de 1780 comenzó de lleno la actividad de Goya como retratista,  para entonces Goya era ya reconocido por importantes figuras de la cultura de su tiempo.  Fue  nombrado teniente director de Pintura de la Academia de San Fernando y al año siguiente, en julio de 1786, limadas sus diferencias con Bayeu se le nombró pintor del Rey con el sueldo de 15.000 reales.


Se reanudaron  sus trabajos para la Fábrica de Tapices tras seis años de inactividad,  se suspendieron los trabajos por la muerte de Carlos III. Goya había alcanzado una excelente situación en la Corte,  pintando ya entonces, sólo para la más alta aristocracia, y desde luego para el Rey.

Goya era una persona divertida, le gustaban los toros, asistía al teatro, a la ópera y a los conciertos en la Corte.

En 1790 empezó a mostrar los primeros síntomas de una enfermedad que le provocaba temblores y mareos. Al año siguiente se opuso a seguir pintando tapices y fue acusado ante el Rey, por ello fue amenazado de reducirle el salario. Tras esto el artista comenzó la preparación de su última serie de cartones para el despacho del Rey Carlos IV, de las que solo pintó seis.

En 1792 Goya solicita libertad para el estudio de la pintura ante la Academia de San Fernando. Viajó a Sevilla donde cayó enfermo y  a consecuencia de la enfermedad quedó sordo. Regresó a Madrid en 1793 y presentó a la Academia de San Fernando varios cuadros
En  1795, a la muerte de Bayeu, Goya fue nombrado director de Pintura de la Academia. Realizó en esta época varios álbumes de dibujos en los que plantea las primeras ideas para sus obras maestras sobre la sátira contra vicios y costumbres de la sociedad.


En 1797 renuncia a su cargo de director de pintura de la Academia y su estado de salud empeora.  

En 1799 ya recibe 50.000 reales de vellón como pintor de cámara y el patrocinio real continúa hasta los primeros años del siglo XIX


Goya permaneció en Madrid durante la Guerra contra Napoleón y juró fidelidad a José Bonaparte. 
Pasó favorablemente la depuración de los funcionarios de palacio al servicio del gobierno francés, recuperó su salario y sus derechos y pintó de nuevo para la Corona y sus altos dignatarios.

A partir de 1815 el artista se fue alejando de la Corte,  y se centró  en su actividad privada.  En 1819 adquirió una casa de campo a las afueras de Madrid, conocida como la “Quinta del Sordo”, que guardaría sus “Pinturas negras”. 

El 2 de mayo de 1824 Goya solicitó del Rey permiso para marchar a Francia. Desde la llegada a España en abril de 1823 de los Cien Mil Hijos de San Luis, para restituir el poder absoluto del Rey, Goya pudo decidir su exilio, al que se habían visto obligados muchos de sus amigos y familiares. 

Despues de unos meses en París, en septiembre de 1824, se estableció en Burdeos, centro de exiliados españoles. Se reunió con el Leocadia Zorrilla, compañera sentimental del pintor desde la muerte de su mujer, y los hijos de ésta. La niña, Rosario Weiss, aficionada a la pintura, contribuyó a alegrar los últimos años del anciano artista, que le daba lecciones.


Murió en la noche del 15 al 16 de abril de 1828 y fue enterrado en el cementerio de la Chartreuse en la misma tumba que su consuegro, Martín Miguel de Goicoechea. Años después, los que se creyeron sus restos mortales se trasladaron a Madrid, donde reposan en la ermita de San Antonio de la Florida, bajos los frescos que había pintado en 1798|

jueves, 8 de abril de 2021

Diego Velázquez




 (Sevilla, 1599-Madrid, 1660). Pintor español. Adoptó el apellido de su madre, según uso frecuente en Andalucía, firmando «Diego Velázquez» o «Diego de Silva Velázquez». Estudió y practicó el arte de la pintura en su ciudad natal hasta cumplir los veinticuatro años, cuando se trasladó con su familia a Madrid y entró a servir al rey desde entonces hasta su muerte en 1660. Gran parte de su obra iba destinada a las colecciones reales y pasó luego al Prado, donde se conserva. La mayoría de los cuadros pintados en Sevilla, en cambio, ha ido a parar a colecciones extranjeras, sobre todo a partir del siglo XIX. 

AA pesar del creciente número de documentos que tenemos relacionados con la vida y obra del pintor, dependemos para muchos datos de sus primeros biógrafos. Francisco Pacheco, maestro y después suegro de Velázquez, en un tratado terminado en 1638 y publicado en 1649, da importantes fragmentos de información acerca de su aprendizaje, sus primeros años en la corte y su primer viaje a Italia, con muchos detalles personales. La primera biografía completa -la de Antonio Palomino- fue publicada en 1724, más de sesenta años después de la muerte de Velázquez, pero tiene el valor de haberse basado en unas notas biográficas redactadas por uno de los últimos discípulos del pintor, Juan de Alfaro.

Palomino, por otra parte, como pintor de corte, conocía a fondo las obras de Velázquez que se encontraban en las colecciones reales, y había tratado, además, con personas que habían coincidido de joven con el pintor. ­Palomino añade mucho a la información fragmentaria dada por Pacheco y aporta importantes datos de su segundo viaje a Italia, su actividad como pintor de cámara, como funcionario de Palacio y encargado de las obras de arte para el rey. Nos proporciona asimismo una lista de las mercedes que le hizo Felipe IV junto con los oficios que desempeñaba en la casa real, y el texto del epitafio redactado en latín por Juan de Alfaro y su hermano médico, dedicado al «eximio pintor de Sevilla» («Hispalensis. Pictor eximius»). Sevilla, en tiempo de Velázquez, era una ciudad de enorme riqueza, centro del comercio del Nuevo Mundo, sede eclesiástica importantísima, cuna de los grandes pintores religiosos del siglo y conservadora de su arte. Según Palomino, Velázquez fue discípulo de Francisco de Herrera antes de ingresar con once años en el estudio de Francisco Pacheco, el más prestigioso maestro en Sevilla por entonces, hombre culto, escritor y poeta. Después de seis años en aquella «cárcel dorada del arte», como la llamó Palomino, Velázquez fue aprobado como «maestro pintor de ymagineria y al ólio [...] con licencia de practicar su arte en todo el reino, tener tienda pública y aprendices». 



No sabemos si se aprovechó de la licencia en cuanto a lo de tener aprendices en Sevilla, pero no es inverosímil, dadas las repeticiones hechas de los bodegones que pintó en la capital andaluza. En 1618 Pacheco le casó con su hija, «movido de su virtud [...] y de las esperanzas de su natural y grande ingenio». Nacieron luego en Sevilla las dos hijas del pintor. Escribiendo cuando su discípulo y yerno ya estaba establecido en la corte, Pacheco atribuye su éxito a sus estudios, insistiendo en la importancia de trabajar del natural y de hacer dibujos. Velázquez tenía un joven aldeano que posaba para él, al parecer, y aunque no se ha conservado ningún dibujo de los que sacara de este modelo, llama la atención la repetición de las mismas caras y personas en algunas de sus obras juveniles. Pacheco no menciona ninguna de las pinturas religiosas efectuadas en Sevilla aunque habría tenido que aprobarlas, como especialista en la iconografía religiosa y censor de la Inquisición. Lo que sí menciona y elogia, en cambio, son sus bodegones, escenas de cocina o taberna con figuras y objetos de naturaleza muerta, nuevo tipo de composición cuya popularidad en España se debe en gran parte a Velázquez.



 En tales obras y en sus retratos el discípulo de Pacheco alcanzó «la verdadera imitación de la natu­ra­le­za», siguiendo el camino de Caravaggio y Ribera. Velázquez, en realidad, fue uno de los primeros exponentes en España del nuevo naturalismo que procedía directa o indirectamente de Caravaggio y, por cierto, El aguador de Sevilla (h. 1619, Wellington ­Museum, Londres) fue atribuido al gran genio italiano al llegar a la ­capital inglesa en 1813. El aguador fue una de las primeras obras en difundir la fama del gran talento de Velázquez por la corte española, pero cuando se marchó a Madrid por primera vez en 1622 fue con la esperanza -no realizada- de pintar a los reyes. Hizo para Pacheco, aquel año, el retrato del poeta Don Luis de Góngora y Argote (Museum of Fine Arts, Boston), que fue muy celebrado y copiado luego al pincel y al buril, y esto, sin duda, fomentó su reputación de retratista en la capital. Cuando volvió a Madrid al año siguiente, llamado por el conde-duque de Olivares, realizó la efigie del joven Felipe IV, rey desde hacía dos años.



 Su majestad le nombró en seguida pintor de cámara, el primero de sus muchos cargos palatinos, algunos de los cuales le acarrearían pesados deberes administrativos. A partir de entonces ya no volvería a Sevilla, ni tampoco salió mucho de Madrid, salvo para acompañar al rey y su corte. Tan solo estuvo fuera del país en dos ocasiones, en Italia, la primera en viaje de estudios y la segunda con una comisión del rey. En el nuevo ambiente de la corte, famosa por su extravagancia ceremonial y su rígida etiqueta, pudo contemplar y estudiar las obras maestras de las colecciones reales y, sobre todo, los Tizianos. Como el gran genio veneciano, Velázquez se dedicó a pintar retratos de la familia real, de cortesanos y distinguidos viajeros, contando, sin duda, con la ayuda de un taller para hacer las réplicas de las efigies reales. Su primer retrato ecuestre del rey, expuesto en la calle Mayor «con admiración de toda la corte e invidia de los del arte» según Pacheco, fue colocado en el lugar de honor, frente al famoso retrato ecuestre de Carlos v en la batalla de Mühlberg, por Tiziano (Prado), en la sala decorada para la visita del cardenal Francesco Barberini en 1626.



 Su retrato del cardenal, en cambio, no gustó, por su índole «melancólica y severa», y al año siguiente se le tachó de solo saber pintar cabezas. Esta acusación provocó un concurso entre Velázquez y tres pintores del rey, que ganó el pintor sevillano con su Expulsión de los moriscos (hoy perdido). Si su retrato de Barberini no fue del gusto italiano, sus obras y su «modestia» merecieron en seguida los elogios del gran pintor flamenco Pedro Pablo Rubens, cuando vino a España por segunda vez en 1628, según Pacheco. Ya ha­bían cruzado correspondencia los dos y colaborado en un retrato de Olivares, grabado por Paulus Pontius en Amberes en 1626, cuya cabeza fue delineada por Velázquez y el marco alegórico diseñado por Rubens. Durante la estancia de Rubens en Madrid, Velázquez le habría visto pintar retratos reales y copiar cuadros de Tiziano, aumentando al contemplarle su admiración para con los dos pintores que más influencia tendrían sobre su propia obra. Su ejemplo inspiró, sin duda, su primer cuadro mitológico El triunfo de Baco o los borrachos (1628-1629, Prado), tema que, en ­manos de Velázquez, recordaría más el mundo de los bodegones que el mundo clásico. Parece que una visita a El Escorial con Rubens renovó su deseo de ir a Italia, y partió en agosto de 1629. Según los representantes italianos en España, el joven pintor de retratos, favorito del rey y de Olivares, se iba con la intención de rematar sus estudios. Cuenta Pacheco que copió a Tintoretto en Venecia y a Miguel Ángel y Rafael en el Vaticano. 



Luego pidió permiso para pasar el verano en la Villa Médicis, donde había estatuas antiguas que copiar. No ha sobrevivido ninguna de estas copias ni tampoco el autorretrato que se hizo a ruego de Pacheco, quien lo elogia por estar ejecutado «a la manera del gran Tiziano y (si es lícito hablar así) no inferior a sus cabezas». Prueba de sus avances en esta época son las dos telas grandes que trajo de Roma. La fragua de Vulcano (1630, Prado) y La túnica de José (1630, El Escorial) justifican ampliamente las palabras de su amigo Jusepe Martínez, según las cuales «vino muy mejorado en cuanto a la perspectiva y arquitectura se refería». 



Además, tanto el tema bíblico como el mi­tológico, tratados por Velázquez, ­demuestran la independencia de su interpretación de las estatuas antiguas en los torsos desnudos sacados de modelos vivos. De regreso en Madrid a principios de 1631, Velázquez volvió a su principal oficio de pintor de retratos, entrando en un periodo de grande y variada producción. Dirigió o participó, por otra parte, en los dos grandes proyectos del momento y del reino: la decoración del nuevo palacio del Buen Retiro en las afueras de Madrid, y el pabellón que usaba el rey cuando iba de caza, la Torre de la Parada. Pronto adornaban suntuosamente el Salón de Reinos (terminado en 1635), sala principal del primero de estos palacios, sus cinco retratos ecuestres reales, más Las lanzas o la rendición de Breda (Prado), su contribución a la serie de triun­fos militares. La tela grande de San Antonio Abad y san Pablo, primer ermitaño (h. 1633, Prado), destinada al altar de una de las ermitas de los jardines del Retiro, demuestra el talento del pintor para el paisaje, y es obra notable en su línea destacando entre los muchos ejemplos del género traí­dos de Italia para decorar el palacio. 



Para la Torre de la Parada, Veláz­quez pintó retratos del rey, su hermano y su hijo, vestidos de cazadores, con fondos de paisaje, lo mismo que los retratos ecuestres del Buen Retiro y la Tela Real o Cacería de jabalíes en Hoyo de Manzanares (h. 1635-1637, National Gallery, Londres). Pintó también para la misma Torre las ­figuras de EsopoMenipo y El dios Marte (todas en el Prado), temas apropiados al sitio y no ajenos a las escenas mitológicas encargadas a Rubens y a su escuela en Amberes. Por esta época, Velázquez pintó también sus retratos de bufones y enanos, de los cuales sobresalían las cuatro figuras sentadas, por su matizada caracterización y la diversidad de sus posturas, adaptadas a sus deformados cuerpos.



 Con igual sensibilidad creó un aire festivo adecuado para La Coronación de la Virgen (h. 1641-1642, Prado), desti­nada para el oratorio de la reina en el Alcázar: vívida traducción de una composición de Rubens al idioma propio de Velázquez. Parecido por la riqueza de su colorido, aunque con más ecos de Van Dyck que de ­Rubens, es el vistoso retrato de Felipe IV en Fraga (1643, Frick ­Collection, Nueva York), realizado para celebrar una de las más recientes victorias del ejército. A partir de entonces no volvería a retratar al rey durante más de nueve años. 



A pesar de sus muchos problemas militares, económicos y familiares, Felipe IV no perdió su pasión por el arte ni sus deseos de seguir enriqueciendo su colección. Por este motivo encargó a Velázquez que fuera de nuevo a Italia a buscarle pinturas y esculturas antiguas. Partió Velázquez en enero de 1649, recién nombrado ayuda de cámara del rey, y llevó consigo pinturas para el papa Inocencio X en su Jubileo. ­Este segundo viaje a Italia de Velázquez tuvo consecuencias importantes para su vida personal, lo mismo que para su carrera profesional. En Roma tuvo un hijo natural, llamado Antonio, y dio la libertad a su esclavo de muchos años, Juan de Pareja. En cuanto a su comisión, sabemos el éxito que tuvo gracias a Palomino y los documentos al respecto, y también cómo se le honró al elegirle ­académico de San Lucas y socio de la Congregación de los Virtuosos. Se ganó asimismo el patrocinio de la curia durante su estancia en Roma. En cuanto a su retrato de Juan de Pareja (1650, Metropolitan Museum of Art, Nueva York), expuesto en el Panteón romano, Palomino cuenta cómo «a voto de todos los pintores de todas las naciones [a la vista del cuadro], todo lo demás parecía pintura, pero éste solo verdad». 



Su mayor triunfo por entonces fue granjearse el favor del papa para que le dejara retratarle, favor concedido a pocos extranjeros, retrato (Galleria Doria Pamphilj, Roma) que le valió más adelante el apoyo del pontífice a la hora de solicitar permiso para entrar en una de las órdenes militares. Pintado en el verano de 1650, «ha sido el pasmo de Roma, copiándolo todos por estudio y admirándolo por milagro», según Palomino, que no exageraba, por cierto, con estas palabras. Existen múltiples copias del cuadro que ha inspirado a numerosos pintores desde que se pintó hasta hoy. 



La impresión de formas y texturas creada con luz y color mediante pinceladas sueltas recuerda la deuda de Velázquez a Tiziano, y anuncia el estilo avanzado y tan personal de sus últimas obras. A esta estancia en Italia se atribuye también, por su estilo, originalidad e historia, La Venus del espejo (1650-1651, National Gallery, Londres), el único desnudo femenino conservado de su mano. Se trata de una obra de ricas resonancias, una vez más, de Tiziano y de las estatuas antiguas, pero el concepto de una diosa en forma de mujer viva es característico del lenguaje personal del maestro español, único en su tiempo.



 De vuelta en Madrid en 1652, y con el nuevo cargo de aposentador de Palacio, Velázquez se entregó al adorno de las salas del Alcázar, aprovechándose en parte de las obras de arte adquiridas en Italia, entre las cuales, según los testimonios conservados, había alrededor de trescientas esculturas. En 1656, el rey le mandó llevar cuarenta y una pinturas a El Escorial, entre ellas las compradas en la almoneda londinense del malogrado monarca inglés Carlos I. Según Palomino, redactó una memoria acerca de ellas en la que manifestó su erudición y gran conocimiento del arte. 



Luego, para el salón de los espejos, donde estaban colgadas las pinturas venecianas preferidas del rey, pintó cuatro mitologías e hizo el proyecto para el techo, con la distribución de temas, que ejecuta­rían dos pintores boloñeses contratados por Velázquez en Italia. A pesar de estas ocupaciones, Velázquez no dejó de pintar, y encontró nuevos modelos en la joven reina Mariana y sus hijos. La reina doña Mariana de Austria (h. 1651-1652, Prado) y La infanta María Teresa, ­hija del primer matrimonio del rey (1652-1653, Kunsthistorisches ­Museum, Viena), resultan muy parecidas en estos retratos en cuanto a sus caras y sus figuras, emparejadas por las extravagancias de la nueva moda. 



Supo crear con pincelada suelta, sin definir los detalles, la forma y los elementos decorativos del enorme guardainfante, así como los exagerados peinados y maquillajes. Consiguió, con la misma libertad de toques, ­resaltar la tierna vitalidad de los ­jóvenes infantes, dentro de la rígida funda de sus vestidos. Los últimos dos retratos de Felipe IV, copiados al óleo y al buril, son bien diferentes (1653-1657, Prado; h. 1656, National ­Gallery, Londres): bustos sencillos vestidos de trajes oscuros, informales e íntimos, que reflejan el decaimiento ­físico y moral del monarca del cual se dio cuenta. Hacía nueve años que no se le había retratado y, como él mismo dijo en 1653: «No me inclino a pasar por la flema de ­Velázquez, como por no verme ir envejeciendo». En los últimos años de su vida, pese a su conocida flema y sus muchas preocupaciones, Velázquez añadió dos magistrales lienzos a su obra, de índole original y nueva y difíciles de clasificar: Las hilanderas o la fábula de Aracne (h. 1657, Prado) y el más famoso de todos, Las meninas (1656, Prado).



 En ellos vemos cómo el naturalismo «moderno» en su tiempo, el realismo detallado del pintor sevillano, se había ido transformando a lo largo de su carrera en una visión fugaz del personaje o de la escena. Los pinta con toques audaces que parecen incoherentes desde cerca, aunque muy justos y exactos a su debida distancia, y se anticipa en cierto modo al arte de Édouard ­Manet y al de otros pintores del siglo XIX en los que tanta mella hizo su estilo. Su último acto público fue el de acompañar a la corte a la frontera francesa y decorar con tapices el pabellón español en la isla de los Faisanes para el matrimonio de la infanta María Teresa y Luis XIV (7 de junio de 1660). 



Pocos días después de su vuelta a Madrid, cayó enfermo y murió el 6 de agosto de 1660. Su cuerpo fue amortajado con el uniforme de la orden de Santiago, que se le había impuesto el año anterior. Fue enterrado, según las palabras de Palomino, «con la mayor pompa y enormes gastos, pero no demasiado enormes para tan gran hombre».

MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Calle Ruiz de Alarcón 23

28014 Madrid

913 30 28 00