jueves, 3 de julio de 2008

El coloso




El Museo del Prado (Madrid, España) emitía hace unos días un comunicado que ha causado un auténtico revuelo en los círculos artísticos (y los que no son artísticos): la nueva atribución del cuadro El Coloso, considerada hasta ahora una de las obras cumbre de Goya, a Asensio Juliá, quien habría sido amigo y colaborador del pintor aragonés. Hasta aquí nada especial, las atribuciones erróneas suelen ser frecuentes en la Historia del Arte, más cuando hablamos de autores con una gran producción que habrían precisado de aprendices, talleres o, incluso, otros maestros pintores. Sin embargo, el debate que se ha abierto respecto al “valor” de la obra es asombroso por lo descabellado, ya que supedita la concepción de la calidad artística al nombre reconocido. Y esto, además de entrar dentro del terreno de la falta de lógica, es una pérdida para todos por el maniqueísmo implícito en la consideración basada en exclusiva en la firma de un artista que, así, no posee más valor que la de una marca comercial cualquiera.


La norma común

En épocas anteriores, cuando los artistas debían acometer grandes encargos, por lo general murales, no era extraño que contaran con la ayuda de otros artistas. En ocasiones, el volumen de trabajo era tal que llegaban a instituir talleres, donde el desempeño del mismo se consideraba común y la producción muchas veces respondía a la mano de varios artistas, aún en fechas en las que el prestigio individual de creador comenzaba a ser reconocido. De hecho, en la actualidad, es más que probable que obras que son consideradas como pertenecientes a un autor determinado hayan sido finalizadas en parte por alguno de los aprendices a su servicio.


¿El nombre hace al cuadro?

Aún contando con que es posible apreciar diferencias en la ejecución de las líneas de composición de las figuras, o quizá una menor técnica o falta de precisión en la aplicación pictórica, no es posible poner en tela de juicio el valor de una obra hasta el momento considerada un ejemplo artístico simplemente por el mero hecho de que el nombre de su autor haya cambiado. De hecho, la consideración de un autor solía producirse en función de la valoración del corpus general de su obra. En la actualidad, parece ser que nuestra forma de acercarnos al arte ha variado tan sustancialmente como para considerar que, a la inversa, es el nombre del artista el que otorga calidad a una obra, sin tener en cuenta otro tipo de consideraciones. El Museo del Prado ha encontrado diferencias estilísticas entre la obra El Coloso y otros cuadros de Goya; esto, junto con la aparición en una esquina del cuadro de las iniciales A. J., ha dado el primer aviso acerca de la posibilidad de una atribución errónea, cuya certeza se presentará después de la oportuna investigación. Esta circunstancia es positiva, puesto que, cuanto más fiables sean los datos que corresponden a una creación, más puede avanzarse en el camino de la historiografía artística. Sin embargo, lo que no es posible es dudar ahora, después de años de reconocimiento, del valor de un cuadro simplemente por el cambio en el responsable de su factura.


Abriendo la caja de Pandora

Además, y junto con lo anteriormente comentado acerca del trabajo conjunto de artistas en fechas posteriores, la justificación de una diferencia estilística entre esta obra y otras de Goya, de factura mucho más concienzuda, no es lo suficientemente definitiva como para impulsar al Museo del Prado a hacer una comunicado de semejante publicidad. Las pinturas de Goya realizadas en la Quinta del Sordo poseen muchas de las características enunciadas para explicar la no atribución de la obra al aragonés, y el debate abierto acerca de “la pérdida de un Goya”, como se ha comenzado a llamar al hecho, da pie al desprecio de cuantos, sin importarles la firma del cuadro, han incluido durante años la obra entre sus filas de grandes creaciones de la historia. Y es que, por si no lo sabían, no todo lo que vemos hoy día en los museos corresponde ni mucho menos al nombre que figura en la cartela de la pared…

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