lunes, 24 de marzo de 2008
UN MONTON DE PELOTAS- Israel Gajete
Un montón de pelotas
Escrito por Israel Gajete
Israel Gajete, nació en Madrid el 7 de diciembre de 1980
Siempre quiso ser héroe. Javier miraba su ventana abierta de par en par. Se
acercó, miró al suelo. Aproximadamente unos veinticinco metros le separaban del asfalto. Si pudiera suplicaría al viento que acariciaba su rostro, que soportase su peso en la caída. Si pudiera se acercaría en su vuelo al piso de enfrente, desde donde las cortadas caras de ladrillo visto, revestidas de humo, delataban voces alzadas sin mesura, un golpe seco, un grito de mujer prisionera. Atravesaría el muro con su puño de acero, abrazaría a la mujer, la llevaría a algún lugar donde reposara serena, donde sus gritos acallaran en su alma. Si pudiera tejería una gran red que atrapara a los que gustan de esgrimir palabras huecas y sonrisas baldías, que proyectan fronteras, que secuestran las risas de los niños, que saludan en los telediarios con su voz anegada de mentiras, engolada de falsa modestia, recibiendo aplausos de plástico. Si pudiera correría más veloz que la luz, se haría invisible ante los que sólo miran a través de sus prejuicios, sería el pirata más temido de los mares, con el ojo de cristal suspendería en el aire a los barcos con armas,
a los petroleros con bandera de conveniencia, a los patrones que cuentan el dinero de los inmigrantes... Si pudiera soplaría fuertemente, alejando los miedos de los que transitan las calles aferrados a una voz metálica en su oído.
Héroe oficioso, sonríen sus labios. Baja a la calle. Se pregunta “¿No es acaso héroe el que no discrimina un segundo de su vida? ¿El que transgrede la viñeta de su
cómic? ¿El que, a pesar de todo, continúa amando?
”Javier se recrea mirando una pelota de plástico. Los pies del niño ataviado con una gorra la empujan a la pared. Una señora levanta furiosa la persiana increpándolo. El niño persiste en su juego. Cuando cae la noche cinco coches robados se alinean enfrente del edificio. Suena Techno, Hip-hop, un claxon insistentemente. Las rayas desaparecen poco a poco del salpicadero, en el coche se ve una base envuelta en papel de aluminio. Ninguna persiana sube para increpar a los niños que juegan a adultos. El barrio calla, muere, a merced de la dictadura del miedo o acaso la indiferencia. A Javier le gustaría pinzar su sombrero, arquear sus piernas, decir con voz ronca: “Eh, mariquitas, ¿queréis probar la furia de mi colt?”. Apagaría su porro de un disparo; con otro el caballo metería la cabeza en una pila. Otro más, el que se levanta mostraría sus calzoncillos, como en un pase de estúpidos. Recuerda como cuando todos eran críos, jugaban a vaqueros e indios.
Javi era el jefe de los pies negros; el que ahora acaricia un arma disparaba su tapón de corcho.
Javier no puede dormir. Vuelve a salir a la calle:
-Hey troooon, qué pasa...
-Hey, qué pasa... por favor, esos decibelios... van a petar tus altavoces y mis
oídos... que ya es tarde tío, te lo pido de buen rollito.
No es partidario de la violencia. Se retira con sus palabras estériles, muertas, que
apenas salpican sus oídos. “No te ralles, el barrio es de todos”. “Hey, nen, que te jodan”. “No hay trato, jaja”. Javier escucha, le gustaría envolverlos con su red gigante, colgarlos de lo alto del bloque y devolver los coches a los curritos que a la madrugada siguiente tendrán que recurrir al metro, mientras los niños que juegan a ser adultos duermen.
Doce de la mañana: la señora vuelve a abrir la ventana e increpa al niño (Vicente
ya se mete rayas y si le pides porros te muestra un trozo de bellota envuelta en un
chivato.)
A Javier le gustaría llevar al niño allí donde se escondió su risa, para que se
reencontrasen.
Una mujer embarazada camina ausente. Horas después vuelve con la cara
compuesta, días más tarde camina sin rostro, ¿quién es el culpable del asesinato?
Javier huye del barrio, corre sin acusar esfuerzo alguno. Parece que los pies
vuelen, sigue corriendo. Grita hasta quedar afónico. Atraviesa un parque descuidado,
asusta a las palomas, a una niña que le mira aterrorizada y sigue corriendo. Javier no se detiene, continúa corriendo.
Y así llega al Retiro. Se siente tan sólo... a pesar de la gente que le mira. Quiere
hacerse transparente. Observa las barcas, nostálgico. Un viejo se sienta a su lado,
compartiendo el destino de sus miradas. Ambos permanecen en silencio.
El viejo le ofrece un caramelo.
-Gracias -lo mastica.
-Es malo para los dientes
-Gracias -lo envuelve en su boca, sin hacer ruido.
El abuelo le habla de su pasado, cuando era escritor. Ambos deciden escribir
juntos un cuento. Toman un bolígrafo, una libreta, escriben una frase cada uno. Resulta divertido. A veces dibujan con trazo rápido y abocetado.
Ahora se ven a menudo, se aprietan la mano, se golpean en el brazo. Ríen paralelo.
Su novela no la publicará ninguna editorial. No se ajusta a la línea. Se sale de
ella.
Esta mañana Javier mira a la ventana. Busca palabras en el viento. Ya no pretende ser héroe de ficción. Quisiera detener con su palabra los ruidos que hacen que
no se escuche a la persona. Regala poesías por la calle. Pega con celofán una poesía
enfrente de la ventana. Lo mismo hace con cientos de ellas por todo el barrio,
convertido en una auténtica editorial y en libro gigante.
Las páginas vuelan, son arrancadas. Duelen los ojos.
Javier sale a la calle, a las siete de la mañana, y golpea la persiana de los niños
que juegan a ser adultos.
-Que te pires colgao.
-Buenos días -contesta sonriente.
Sube a una escalera, pega poesías más alto, para que nadie las arranque, con la
letra más grande.
Esa misma tarde decide acudir a la fábrica donde trabajaba, compra mil pelotas
de plástico, y llena el barrio de ellas: La policía le detiene. No puede llenar el barrio de pelotas de plástico. Alguna ley extraña lo prohíbe, en algún lugar debe estar escrito. Javier se disculpa al tiempo que le esposan. “¿Es legal llenar el barrio de ruido?” Pero el policía no habla con él.
A la mañana siguiente, Javier tira todo lo que tiene por la ventana, excepto una
libreta, un bolígrafo y la ropa que tiene puesta. La policía le detiene. Alguna ley prohíbe tirar todo lo que tienes, excepto una libreta, un bolígrafo y la ropa que vistes. Javier se disculpa.
Javier gasta todo su dinero en más pelotas de plástico. Es el héroe de la fábrica
del polígono Cobocalleja. Cada vez hay más pelotas en el barrio. De plástico. En las
aceras, en la carretera, en los contenedores. Los barrenderos traducen sus quejas en una querella judicial que le imputa cargos por conducta antisocial. Lejos de sentirse
misántropo, a la mente de Javier acude el recuerdo de aquel niño –Jorge- que,
extendiendo un brazo a través de los barrotes del colegio, recogió una jeringuilla para asustarle. También los barrenderos se negaban a recogerlas.
Javier vive en el Retiro. Vende sus cuentos y poesías a pesar de las fuerzas del
orden público, que dicen que no se puede practicar la venta ambulante. Una ley lo
prohíbe. Pero Javier sigue vendiendo su palabra, para poder comer y seguir escribiendo.
Un grupo de gente se une a Javier, y poco a poco el grupo de difusión se va
haciendo numeroso.
Ya son cientos los que viven con Javier. La policía los persigue. No se puede
vivir en el retiro, una ley lo prohíbe. Hay que comprar una vivienda.
-¡Alguna ley habla del derecho a una vivienda digna! -grita un amigo de Javier.
-¡Y en la misma, el compromiso del gobierno por evitar la especulación!
-¡Léanse la constitución de vez en cuando!
-¡Deberían negarse a ser los perros de un gobierno insolidario!
La gente se solidariza. Evitan que se lleven a Javier y sus amigos.
-¡¡Solidaridad!! -gritan.
Pero una bala fugitiva alcanza el estómago de Javier.
Cae la tarde. En el barrio siguen tropezándose con las pelotas de plástico.
Algunos niños comienzan a jugar con ellas. En sus casas los padres vuelven a tirar a la calle los balones, formando una catarata de colores. Algunas pelotas tienen palabras escritas. La curiosidad hace que los vecinos comiencen a buscar algún significado escondido. Se unen haciéndolo:
“Mira tu barrio, es tu barrio: los niños tienen el derecho a ser niños, los jóvenes
tienen el derecho a ser jóvenes, los ancianos tienen el derecho a ser ancianos. Mira tu barrio: no hay barricadas, no hay enemigos, no hay culpables. Si se puede buscar un texto en balones de plástico, se puede vivir en común, sin miedo, sin egoísmo, sin
prejuicios, sin violencia.”
Poco después llegan camiones para llevarse las pelotas. Pero los vecinos se
divierten golpeándolas y los niños juegan, por fin, a ser niños. Todo el mundo recuerda a Javier.
-No estaba loco -dicen.
El barrio ya no es gris.
En el barrio hay muchas pelotas.
-¡No queremos que se lleven las pelotas!
La policía llega, pero no puede detener a todos los vecinos, que se han cruzado
de brazos delante de la estación. Son cientos. Las pelotas de plástico desaparecieron, aunque no todas: ahora Vicente juega con una de ellas. En el balón está escrito: “Barrio”; Vicente ha añadido: “nuestro...”
Ahora los vecinos, al cruzarse, se aprietan la mano y se golpean en el hombro.
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1 comentario:
Gracias Inés, un besote.
Isra.
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