martes, 8 de diciembre de 2009

La Verdad Sobre el Caso del Sr. Valdemar



No pretenderé, naturalmente, opinar que no exista motivo alguno para asombrarse de que el caso extraordinario del señor Valdemar haya promovido una discusión. Sería un milagro que no hubiera sucedido así, especialmente en tales circunstancias. El deseo de todas las partes interesadas en mantener el asunto oculto al público, al menos hasta el presente o hasta que haya alguna oportunidad ulterior para otra investigación, y nuestros esfuerzos a ese efecto han dado lugar a un relato mutilado o exagerado que se ha abierto camino entre la gente, y que llegará a ser el origen de muchas falsedades desagradables, y, como es natural, de un gran descrédito.


Ahora se ha hecho necesario que yo de cuenta de los hechos, tal como yo mismo los entiendo. Helos sucintamente aquí:

En estos tres últimos años, mi atención se vio repetidamente atraída por el mesmerismo; y hace aproximadamente nueve meses que de pronto se me ocurrió que, en la serie de experiencias realizadas hasta ahora, había una muy importante e inexplicable omisión: nadie había sido aún mesmerizado in artículo mortis. Hacía falta saber, primero, si en tal estado existía en el paciente alguna receptividad a la influencia magnética; segundo, si en caso de existir, era ésta disminuida o aumentada por su condición; tercero, hasta que punto, o por cuando tiempo, podría la invasión de la muerte ser detenida por la operación. Había otros puntos por comprobar, pero éstos excitaban en mayor grado mi curiosidad, especialmente el último, por el importantísimo carácter de consecuencias.



Buscando en torno mío algún sujeto que pudiese aclararme estos puntos, pensé en mi amigo M. Ernest Valdemar, el conocido compilador de la Biblioteca Forensica, y autor (bajo el nom de plume de Issachar Marx) de las versiones polacas de Vallenstein y Gargantua. M. Valdemar, que residía principalmente en Harlem, Nueva York, desde el año 1839, llama (o llamaba) particularmente la atención por su extrema delgadez (sus extermidades inferiores se asemejaban mucho a las de John Randolph), y tambien por la blancura de sus patillas, que contrastaban violentamente con la negrura de su cabello, el cual era generalmente confundido con una peluca. Su temperamento era singularmente nervioso, y hacía de él un buen sujeto para la experiencia mesmérica.



En dos o tres ocasiones, yo había conseguido dormirle sin mucha dificultad, pero me engañaba en cuanto a otros resultados que su peculiar constitución me habían hecho naturalmente anticipar. Su voluntad no quedaba positiva ni completamente sometida a mi gobierno, y por lo que respecta a la clairvoyance, no pude obtener de él nada digno de relieve. Siempre atribuí mi fracaso en estos aspectos al desorden de su edad. Unos meses antes de conocerle, sus médicos le habían diagnosticado una tisis. En realidad, tenía la costumbre de hablar tranquilamente de su próximo fin, como un hecho que no podía ser evitado ni lamentado.

Como se me ocurrieron por primera vez las ideas a que he aludido, es natural que pensase en M. Valdemar. Conocía demasiado bien su sólida filosofía para temer algún escrúpulo por su parte, y él carecía de parientes en América que pudieran oponerse. Le hablé francamente del asunto, y, con sorpresa por mi parte, su interés pareció vivamente excitado. Digo con sorpresa por mi parte porque, aunque siempre se había prestado amablemente a mis experiencias, nunca me había dado con anterioridad la menor señal de simpatía hace ellas. Su enfermedad era de las que permiten calcular con exactitud la época de la muerte, y al fin convinimos en que me mandaría a buscar unas veinticuatro horas antes del término fijado por los médicos para su fallecimiento.

Hace ahora más de siete meses que recibí del propio M. Valdemar la nota siguiente:



Querido P...

Puede usted venir ahora. D....y F.... están de acuerdo en que no puedo pasar de la media noche de mañana, y creo que han acertado la hora con bastante aproximación.

VALDEMAR




Recibí esta nota a la media hora de haber sido escrita, y quince minutos despues me hallaba en la habitación del moribundo. No le había visto hacía diez dias, y me asustó la terrible alteración que en tan breve intervalo se había operado en él. Su rostro tenía un color plomizo; sus ojos carecían totalmente de brillo, y su delgadez era tan extrema que los pómulos le habían agrietado la piel. Su expectoración era excesiva, y el pulso era apenas perceptible. Sin embargo conservaba de un modo muy notable todo su poder mental y cierto grado de fuerza fisica. Hablaba con claridad, tomaba sin ayuda algunas drogas calmantes, y, cuando entré en la habitación, se hallaba ocupado escribiendo notas en uan agenda. Estaba sostenido en el lecho por almohadas. Los doctores D..y F... le atendían.



Después de estrechar la mano de Valdemar. llevé aparte a esos señores, que me explicaron minuciosamente el estado del enfermo. Hacía ocho meses que el pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginosos, y por lo tanto, completamente inútil para toda función vital. El derecho, en su parte superior, estaba tambien parcialmetne; si no todo, osificado, mientaras que la región inferior era simplemente una masa de tubérculos purulentos que penetraban unos en otros



Existían diversas perforaciones profundas, y en un punto una adherencia permanente de las costillas. Estos fenómenos del lóbulo derecho eran de fecha relativamente reciente. La osificación se había desarrollado con una rapidez desacostumbrada,un mes antes no se había descubierto aún ninguna señal y la adherencia solo había sido observada en los tres últimos días. Independientemente de la tisis, se sospechaba que el paciente sufría un aneurisma de la aorta; pero, sobre este punto, los síntomas de osificación hacían imposible una diagnosis extacta. La opinión de ambos médicos era que M. Valdemasr moriría aproximadamente a la medianoche del día siguiente, domingo. Eran entonces las siete de la tarde del sábado.



Al abandonar la cabecera del enfermo para hablar conmigo, los doctores D... y F... le habían dado su último adios. No tenían intención de volver, pero, a petición mía, consintieron en ir a ver al paciente sobre las diez de la noche.

Cuando se hubieron marchado, hablé libremente con M. Valdemar de su próxima muerte, asó como, más particularmente de la experiencia propuesta. Declaró que estaba muy animado y ansioso por llevarla a cabo, y me urgió para que la comenzase acto seguido. Un enfermero y una enfermera le atendían, pero yo no me sentía con libertad para comenzar un experimento de tal carácter sin otros testigos más dignos de confianza que aquella gente, en caso de un posible accidente súbito. Retrasé, pues, la operación hsta las ocho de la noche siguiente, pero la llegada de un estudiante de medicina, con el que me unía cierta amistad (Mr. Theodore L..) me hizo desechar esta preocupación. En un principio, había sido mi propósito esperar por los médicos; pero me indujeron a comenzar, primero, los ruegos apremiantes de M. Valdemar, y, segundo, mi convicción de que no había instante que perder, ya que era evidente que agonizaba con rapidez.



Mr L.. fue tan amable que accedió a mi deseo y se encargó de tomar notas de cuanto ocurriese; así, pues, voy a reproducir ahroa la mayor parte de su memorándum, condensado o copiado verbatim.

Eran aproximadamente las ocho menos cinco cuando, tomando la mano del paciente, le rogué que confirmase a Mr. L..., tan claro como pudiera, cómo él, M. Valdemar, estaba enteramente dispuesto a que se realizara con él una experiencia mesmérica en tales condiciones.

El replicó, débil, pero muy claramente:

-Si, deseo ser mesmerizado- añadiendo inmediatamente. :Temo que lo haya usted retrasado demasiado.

Mientras hablaba, comencé los pases que ya había reconocido como los más efectivos para adormecerle. Evidentemente, sintió el influjo del primer movimiento lateral de mi mano a través de su frente; pero por más que desplegaba todo mi poder, no se produjo ningún otro efecto más perceptible hasta unos minutos puespues de las diez, duando los doctores D... y F... llegaron, de acuerdo con la cita. Les expliqué en pocas palabras lo que me proponía, y como ellos no pusieran ninguna objeción, diciendo que el paciente estaba ya en la agonía, continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales por pases de arriba abajo, y concentrando mi mirada con el ojo derecho del enfermo.



Durante este tiempo, su pulso era imperceptible y su respiración estertórea, interrumpida a intervales de medio minuto.

Este estado duró un cuerto de hora sin ningún cambio. Transcurrido este periodo, no obstante, un suspiro muy hondo, aunque natural, se escapó del pecho del moribundo, y cesaron los estertores, es decir, estos no fueron perceptibles; los intervalos no habían disminuido. Las extremidades del paciente tenían una frialdad de hielo.

A las once menos cinco noté señales inequívocas de la influencia mesmérica. El vidrioso girar del ojo se había trocado en esa penosa expresión de la mirada hacia dentro que no ve mas que en los casos de sonambulismo, y acerca de la cual es imposible equivocarse. Con algunos rápidos pases laterales, hice que palpitaran sus párpados, como cuando el sueño nos domina, y con unos cuantos más conseguí cerrarlos de todo.


Sin embargo, no estaba satisfecho con esto, y continué vigorosamente mis manipulaciones, con la plena tensión de la voluntad, hasta que conseguí la paralización completa de lso miembros del duermiente, después de haberlos colocado en una postura aparentemente cómoda



Las piernas estaban extendidas, así como los brazos, que reposaban en la cama a regular distancia de los riñones. La cabeza estaba ligeramente levantada.

Cuando llevé esto a cabo, era ya medianoche, y rogué a los señores presentes que examinaran el estado de M. Valdemar. Tras algunas experiencias, admitieron que se hallaba en un estado de catalepsia mesmérica, insólitamente perfecto. La curiosidad de ambos médicos estaba muy excitada. El doctor D... decidió de pronto permanecer toda la noche junto al paciente, mientras el doctor F.. se despidió, prometiendo volver al rayar el alba. Mr L... y los enfermeros se quedaron.



Dejamos a M. Valdemar completamente tranquilo hasta cerca de las tres de la madrugada, entonces me acerqué a el y le hallé en idéntico estado que cuendo el doctor F... se había marchado, es decir, que yacía en la misma posición.. el puso era imperceptible, la respiración, dulce, sensible únicamente si se le aplicaba un espejo ante los labios; tenía los ojos cerrados naturalmente, y los miembros tan rígidos y tan fríos como el mármol. Sin embargo su aspecto general no era ciertamente el de la muerte.

Al aproximarme a M. Valdemar hice una especie de ligero esfuerzo para obligar a su brazo a seguir al mío, que pasababa suavemente de un lado a otro sobre él. Tales experiencias co este paciente no me habían antes ningún resultado, y seguramente estaba lejos de pensar que me lo diese ahora; pero, sorprendido, su brazo siguió débil pero suavemente cada dirección dque le señalaba con el mío. Decidí intentar una breve conversación.

-M. Valdemar- dije- ¿Duerme usted?
-No contestó, pero percibí un temblor en las comisuras de sus labios, y esto me indujo a repetir la pregutna una y otra vez. A la tercera, su cuerpo se agitó por un levísimo estremecimiento párpados se abrieron, hasta descubrir una línea blanca del globo; los labios se movieron lentamente ya través de ellos, en u murmullo apenas perceptible, se escaparon estas palabras.

-Si..., ahora duermo. ¡No me desperteis! ¡Dejadme morir asi!




Toqué sus miembros, y los hallé tan rígidos como siempre. El brazo derecho, como antes, obedecía la dirección de mi mano. Volví a preguntar al sonámbulo:

-¿Le duele a usted el pecho M. Valdemar?

Ahora la respuesta fue inmediata, pero aún menos audible que antes.

-No hay dolor..¡Me estoy muriendo!

No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor F..., que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, me pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí.

—Valdemar —dije—. ¿Sigue usted durmiendo?

Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró:

—Sí... Dormido... Muriéndome.

La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que, según consenso general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, limitándome a repetir mi pregunta anterior.

Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo instantáneo de su desaparición trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo un movimiento general de retroceso.

Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo.

El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en Valdemar; seguros de que estaba muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que su sonido era áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído humano ha percibido resonancias semejantes. Dos características, sin embargo —según lo pensé en el momento y lo sigo pensando—, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga distancia, o desde una caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me produjo la misma sensación (temo que me resultará imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto.

He hablado al mismo tiempo de «sonido» y de «voz». Quiero decir que el sonido consistía en un silabeo clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor Valdemar hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por mí unos minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si seguía durmiendo. Y ahora escuché:

—Sí..., No... Estuve durmiendo... y ahora... ahora... estoy muerto.




Ninguno de los presentes pretendió siquiera negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir. L...l, el estudiante, cayó desvanecido. Los enfermeros escaparon del aposento y fue imposible convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de comunicar mis propias impresiones al lector. Durante una hora, silenciosos, sin pronunciar una palabra, nos esforzamos por reanimar a L...l. Cuando volvió en sí, pudimos dedicarnos a examinar el estado de Valdemar.

Seguía, en todo sentido, como lo he descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba ya pruebas de su respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir la dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua cada vez que volvía a hacer una pregunta a Valdemar. Se diría que trataba de contestar, pero que carecía ya de voluntad suficiente. Permanecía insensible a toda pregunta que le formulara cualquiera que no fuese yo, aunque me esforcé por poner a cada uno de los presentes en relación hipnótica con el paciente. Creo que con esto he señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era la condición del hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las diez de la mañana abandoné la morada en compañía de ambos médicos y de L...l.

Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Valdemar, lo único que lograríamos sería su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento.

Desde este momento hasta fines de la semana pasada —vale decir, casi siete meses— continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra vez por médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo exactamente como lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente.

Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarlo, o tratar de despertarlo probablemente el lamentable resultado del mismo es el que ha dado lugar a tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no puedo dejar de considerar como injustificada.

A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso de la pupila iba acompañado de un abundante flujo de icor amarillento, procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor penetrante y fétido.



Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F... expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras:

—Señor Valdemar... ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea?


Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de describir:

—¡Por amor de Dios... pronto... pronto... hágame dormir... o despiérteme... pronto... despiérteme! ¡Le digo que estoy muerto!

Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente.

Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado.





Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto! ¡Muerto!», que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos, se encogió, se deshizo… se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción.

EDGAR ALLAN POE

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