domingo, 9 de noviembre de 2008

El país de los supervivientes

Texto de Félix Flores
Fotos de Paula Bronstein


La capacidad insospechada de un precario transporte como el motocarro, en la ciudad de Mazar-i-Sharif, ciudad de mayoría tayika


Una de las más de sesenta familias que habitan las cuevas aledañas a las ruinas de los grandes budas de Bamiyán, que fueron derruidos con explosivos por los talibanes


Zaher, de 14 años, fuma heroína junto a su madre y su hermana Gulparai, de 11 años, en Kabul. Los niños imitan a su madre, Sabera, viuda y heroinómana desde hace cuatro año


Un vendedor de pollos, en la capital afgana en febrero del 2003. El invierno es a la vez un tiempo de paz y una época crítica para miles de personas


Unos chavales entrenan al fútbol frente al palacio de Darulaman, que fue construido por el rey Amanullah y es quizás el edificio más emblemático de Kabul, destruido por la guerra


Abdul Gafor, en su tienda de burkas (indumentaria conocida también como chadri) en Kabul, con su hijo Hasebullah


Abdul Sitar y Mohamed Agha, que contaban diez y nueve años en diciembre del 2001, en un centro ortopédico del Comité Internacional de la Cruz Roja en Kabul


Niños recitando oraciones en un pueblo del remoto corredor de Wajsan (Badajsan), en la región montañosa del Pamir, entre China y Tayikistán

Afganistán, el gran desafío de EE.UU. y Europa
La vida en Afganistán es muy difícil y no parece tener salida. Quien desde Occidente pretendiese grandes cambios en el país hace sólo unos pocos años ahora sabe que tendrá que esperar. La devastación afecta sobre todo a sus gentes, como muestran las fotografías de Paula Bronstein que ilustran el reportaje del Magazine. Oficialmente, las cosas mejoran, pero la realidad es que los talibanes cierran centenares de escuelas, la burka sigue siendo prácticamente inevitable y los campos del país producen el noventa por ciento del opio mundial.

Un triangulo vicioso

Pakistán es un ejemplo paradigmático de las contradicciones de la política exterior de la Administración Bush, atrapada entre la retórica de la democratización y los imperativos de la guerra contra el terrorismo. ¿La prueba? La guerra de Afganistán.

Afganistán, Pakistán y Estados Unidos forman un triángulo vicioso que es un compendio de despropósitos. La guerrilla musulmana derrotó al invasor soviético con ayuda de Pakistán. Los distintos grupos islamistas se enfrentaron más tarde en un conflicto que terminó con la victoria de los talibanes, alimentados por Pakistán. A continuación, el régimen talibán dio refugio a Osama bin Laden, que se hizo yihadista autónomo tras combatir contra los soviéticos. Y acto seguido, Estados Unidos, que responsabilizó a Bin Laden del 11 de septiembre, derrocó a los talibanes con ayuda de Pakistán. EE.UU. acusa desde entonces a Pakistán de no hacer todo lo que puede contra los talibanes, sus ex aliados, que en las zonas tribales de la frontera están en su casa.


En Pakistán, que es un Estado islámico, el islamismo no ha caído del cielo. Históricamente, sus dirigentes, militares o civiles, han instrumentalizado el islam porque es el único factor que une un país fracturado en etnias rivales y con graves contenciosos con sus vecinos, fundamentalmente con India, que es su gran obsesión. El ejército pakistaní apoyó a los yihadistas que expulsaron a los soviéticos de Afganistán; organizó las guerrillas musulmanas que combaten en Cachemira, la manzana de la discordia con India, y después aupó a los talibanes hasta instalarlos en Kabul. Finalmente, cambió de bando, se alió con Estados Unidos y, como consecuencia, parte del genio islamista ha terminado escapándose de la botella.

Afganistán y Pakistán están separados por un contencioso fronterizo histórico. La actual divisoria entre los dos países, conocida como la línea Durand, nunca ha sido reconocida por los gobiernos afganos, que no renuncian a recuperar la provincia pakistaní de Frontera Noroccidental, habitada por pastunes, la etnia mayoritaria en Afganistán, y granero de los talibanes. La frontera entre los dos países fue establecida, entre 1880 y 1901, por un funcionario británico, Henry Mortimer Durand, que delimitó un país encajonado

Pakistán, que desde la independencia ha perdido Cachemira y Bangladesh (ex Pakistán Oriental), colaboró en la creación del régimen talibán, pero no se movió por razones religiosas, sino nacionalistas. Con los talibanes en el poder, Pakistán tendría como vecino a un régimen religioso y no a nacionalistas pastunes que reclamarían lo que creen suyo. ¿Qué pretende, entonces, Pakistán? Dos cosas. Primero, que el presidente afgano, Hamid Karzai, un pastún, reconozca la línea Durand. Y segundo, que India reduzca su presencia en Afganistán, al que utiliza como peón en el interminable conflicto de Cachemira. Pero hay algo más: el desinterés pakistaní por una posible democratización de Afganistán. Chris Patten, ex comisario europeo para las Relaciones Exteriores, lo ha explicado así: “Si los militares pakistaníes no están interesados en promover la democracia en casa, ¿por qué van a promoverla en la del vecino?”.

Pakistán es un Estado fallido, pero sigue siendo clave en Afganistán, donde la guerra no va bien para la OTAN. Siete años después, militares y diplomáticos occidentales hablan cada vez más abiertamente de la posibilidad de una negociación con los talibanes que se dejen. Incluso el secretario de Defensa estadounidense, Robert Gates, ha reconocido la necesidad de un compromiso político. Pero los talibanes dan la callada por respuesta, lo que ha llevado a las tropas estadounidenses a intensificar sus bombardeos contra las áreas tribales pakistaníes en las que los talibanes tienen su refugio. Pero ¿por qué los militares pakistaníes no hacen lo mismo? Porque los ataques aéreos matan civiles, lo que alimenta el nacionalismo de los pastunes y a las filas de los talibanes, que amenazan con la independencia de los territorios repartidos entre Afganistán y Pakistán, donde viven unos 40 millones de pastunes.

Hace cuarenta años, Estados Unidos intervino en Camboya para cortar las líneas de aprovisionamiento de la guerrilla survietnamita. El resultado fue que las fuerzas comunistas terminaron imponiéndose en Camboya. Ahora, la Administración Bush puede estar cometiendo el mismo error con las incursiones militares en territorio pakistaní, lo que alimenta el huevo de la serpiente, ya de por sí apocalíptico. Pakistán es uno de los enigmas contemporáneos. Es un Estado cliente de Estados Unidos, pero odia a Estados Unidos; apoya a Washington en la guerra global contra el terrorismo, pero es una fábrica de terroristas, y es un país donde no abunda la ciencia, pero tiene la bomba atómica. Es decir, Pakistán es el ejemplo paradigmático de las contradicciones de la política exterior de la Administración Bush

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