miércoles, 8 de octubre de 2008
Receta para fabricar un mito
1949: un joven enclenque de pelo rubio llega a Nueva York, con las únicas credenciales de un cierto talento artístico (como tantos otros). 1987: muere Andy Warhol, convertido ya en un mito de la Historia del Arte que se perpetuará en sus anales. ¿Qué es lo que sucedió en esos casi cuarenta años? Llegar a convertirse en el icono de un movimiento es un proceso, no siempre fácil, que cuenta con sus propias reglas, entre las que el talento y la sensibilidad no tienen por qué ocupar los primeros puestos (sin desmerecer a Warhol).
Ingredientes básicos del mito
►Quizá uno de los primeros pasos a considerar es el movimiento: pocos artistas han llegado a alcanzar un puesto dentro del arte sin la promoción de su trabajo. Promoción entendida de muy diversas formas según la época de la hablemos: aprendizaje con maestros, encargos posteriores y fundación de un taller, más mecenazgo, en época gremial; idéntico sistema inicial y aceptación del patronazgo individual, durante los siglos inmediatamente posteriores; asociacionismo en base a un concepto en la época de los salones y la crítica de arte; divulgación pública, mass media y marchantes en nuestra contemporaneidad. Lo cierto es que difícilmente puede conocerse una obra si no se da a conocer, a cuanta más gente, mejor. No siempre es preciso, sin embargo, que sea el propio autor el promotor: ¿qué hubiera pasado con un introvertido y poco apreciado Van Gogh si los expresionistas posteriores no hubieran reparado en su obra? Probablemente hoy día su nombre no se encontraría en libros de texto del mundo entero.
►En ocasiones, una figura aislada, que no disfrutó de repercusión a lo largo de su vida, ha servido de punto de partida o inspiración a colegas de pincel posteriores. Así, llegamos a uno de los puntos clave de la genialidad: la diferencia. Una nueva concepción formal del arte, o su insinuación, puede ser el detonante que dé pie a una corriente. El cubismo, por ejemplo, no fue una invención de Picasso, aunque sea este artista el que recoge en su nombre los laureles del movimiento. Sin Cezanne, sin los impresionistas ni el primitivismo, sin los primeros que comprendieron que el arte no tenía obligación de reproducir la realidad de una manera perceptivamente idéntica, el cubismo no existiría. Pero Picasso es un mito, y Cezanne famoso. ¿Los motivos? Picasso dio un paso más allá y consiguió, a partir de lo que ya compartía una generalidad, un estilo diferente a cualquier otra cosa vista: reestructuración del espacio y expresionismo.
►Claro está que el éxito de su obra se fundamentaba en algunos pilares más, junto con la propia existencia física de ésta: extravagancia, teoría y marchantes. Quizá las bases más conocidas del arte contemporáneo actual. Y es que el cubismo, por seguir con el ejemplo, es un arte de la idea. Al igual que sucede con casi todas las corrientes plásticas de los ss.XX y XXI. Manifiestos. Colectivos. Movimientos. Todos ellos se fundamentan en el omnipresente término “conceptual”. Un pintor del Renacimiento, un Tintoretto, un Duccio (si retrocedemos un poco) o un Bellini, poseían la capacidad material, las técnicas para llevar a cabo una obra de arte, proporcionada, bella (en el sentido más clásico de la palabra) y efectiva. Sin embargo, se les presuponía una ausencia de criterio más allá de lo relativo a proporciones y composiciones espaciales, que es a lo que quedaba reducido su talento (junto con el manejo del color y una iconografía más o menos amplia). Son los Brueguel y los Miguel Ángel los que han pasado a la posteridad: en una época al servicio de lo “que debía ser” el primero decidió plasmar su propia visión demonizada del mundo, mientras que el segundo apostó por una obra donde la forma estaba al servicio del sentimiento, de un expresionismo que minaba la perfección en la ejecución. Todo derivado de una idea: cómo debía ser el arte, a qué debía responder.
►Si a esto le sumamos además que, en ocasiones, las personalidades de los autores se alejan de la norma (con lo atractivo que esto puede resultar para los seguidores de la misma) es mucho más fácil comprender que el señalado con el dedo (aunque sea con envidia) sea el futurible mito. Y es que la provocación es un imán, aún a sabiendas de que ésta puede ser un mero producto. Como sucede con el recientemente comentado Demian Hirst, quien ha logrado, mediante humo, paralizar por unos instantes a aquéllos que mueven la rueda del mercado del arte.
►No hay que olvidar en este conjunto tampoco uno de los ingredientes más subjetivos, pero efectivos a la hora de obtener buenos resultados: el deseo, el olfato para la oportunidad, como queramos definirlo, que bien podría ejemplificarse en dos ejemplos muy sucintos y quizá no todo lo definitorios de la realidad que sería deseable. Encontramos por un lado, así, el pensamiento más fetichista, materializado en la idea de que “existe un autor que hoy ya está considerado un genio, un renovador: quiero obra suya. Quiero ser partícipe del momento, de su talento, de una pequeña parte de la historia”, frente al caso de los rentistas (grandes avivadores de la fama y el juicio artísticos) que podría concretarse en un pensamiento similar a “actualmente este artista ya ha ingresado en los circuitos de la historiografía (aunque sea de una manera incipiente), en la iconografía colectiva (gracias mass media); su obra se cotiza, su conocimiento sólo irá en aumento, el valor de la pieza no puede disminuir: yo quiero una obra”.
►Una receta que se completa con poco más que un poco de suerte; la ayuda de críticos, historiadores y demás fauna colateral del hecho artístico (por lo general ya predispuestos por lo dicho, en contra o a favor); quizá algo de fama personal (una circunstancia trágica puede venir bien; véase si no a Basquiat y el mito del “artista muerto joven”) y, sobre todo, volumen (en producción, en aparición o en teorización. O en las tres, a ser posible).
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