miércoles, 29 de octubre de 2008

El arte de la muerte


Alguien dejó escrito una vez que la diferencia entre Jorge Manrique y cualquier otra persona es que éste convirtió una circunstancia tan habitual como la muerte de un ser querido en una obra de arte. Y, si los casos en la literatura son múltiples, los que se pueden encontrar en el campo de las artes plásticas no les van a la zaga: desde los túmulos prehistóricos, pasando por las catacumbas paleocristianas, las pietàs y mementos mori barrocos o las grandes pirámides faraónicas, la muerte es un elemento que, como parte de la vida, ha sido entendido y "celebrado" de muy diversas maneras a lo largo de la Historia del Arte. Ningún otro momento mejor para revisarlos que estos días, en los que en medio mundo celebramos la festividad de Todos los Santos.


La conmemoración de la muerte tendrá en los primeros tiempos de la existencia humana un fuerte carácter arquitectónico, derivado de la inevitable necesidad de hallar para los decesos que tengan lugar en el seno de estas comunidades ya sedentarias formas adecuadas de enterramiento. Así, junto con las primeras viviendas, aparecerán también los primeros espacios y rituales de culto asociados a la muerte. En el Neolítico podemos encontrar ya monumentos funerarios en la forma de grandes megalitos que reflejan la existencia de una sociedad organizada y jerárquica. Y, según hablemos de determinados poblados o regiones, las tipologías varían enormemente, desde el sencillo menhir hasta construcciones mucho más complejas, como los famosos crómlechs en círculo de Stonehenge o las sepulturas colectivas indicadas por los dólmenes.

Este primer nivel en la concepción de la muerte como una circunstancia rodeada de un significado supravital alcanzará una magnificencia, aún no superada, en las civilizaciones del antiguo Egipto, en las que el culto a los dioses y las teorías acerca de la vida más allá de la muerte serán una constante que impregne todos los estratos de la vida. Las pirámides faraónicas y las grandes mastabas de sus dignatarios más importantes se conciben y construyen en base a la creencia de una funcionalidad como espacios de transición a la vida de ultratumba: no suponen la materialización del punto final a una vida, sino la posibilidad de comenzar otra distinta. Todo en estas dos tipologías está pensado para que el difunto alcance un nuevo estadio en la manera prevista y sin dificultades: las pinturas son un recordatorio de lo vivido, las esculturas recipientes donde puede descansar el alma, y los objetos materiales -el ajuar- que acompañan al cuerpo monedas de cambio indispensables para poder pagar el costo del paso al más allá y llevar una vida sin estrecheces. La simbología que inunda estos espacios, por primera vez propiamente arquitectónicos dado que son transitables, es riquísima (como las calidades estéticas) y cada elemento posee un significado individual y otro grupal en relación a un conjunto cosmogónico de una gran complejidad.


Esta es la idea en la que se basarán todas las formas posteriores de rito funerario, desde persas, griegos, micénicos y romanos, hasta las sociedades actuales: la vida no finaliza con la muerte, de una manera u otra según las distintas creencias. Un concepto importante para poder comprender las manifestaciones artísticas asociadas a esta circunstancia, divisibles en dos grandes grupos, dados por la conmemoración y el recuerdo de la mortalidad humana. Existe sin embargo algo capaz de retrasar el olvido de lo que una persona fue, y es la historia (entendida como hechos o la consecución de una serie de actos). Así, y en la estela de los grandes faraones, multitud de personajes han deseado dejar constancia de lo que fueron, de lo que hubieron deseado ser, o de lo que llegaron a obtener; un legado que hoy día conocemos sólo a través de las manifestaciones asociadas al nombre de figuras de relevancia, ya que, por lo general, son éstas mucho más imperecederas que las de las clases inferiores (principalmente por la calidad de los materiales, más resistentes al paso del tiempo). De este modo, podemos encontrar en Persia las tumbas de Ciro y Darío, deudoras de dos tipologías tan diferentes como los iniciales ziggurat y el modelo de hipogeo, o la Tumba de Agamenón, buen ejemplo de tumba de corredor, en Micenas.

Si bien en las manifestaciones asociadas a la arquitectura funeraria de estas civilizaciones –esculturas, pinturas- puede advertirse una cierta intención naturalista, la tónica dominante será el hieratismo, junto con la simplificación volumétrica y compositiva, debiéndose al arte etrusco el naturalismo asociado a la retratística funeraria que aún hoy se mantiene en todo el Mediterráneo. Deja de lado la idealización previa para centrarse en los rasgos del difunto y asume la constatación de la realidad de la muerte como un hecho individual. En los sarcófagos y en las tapas de los vasos canopes encontramos ya el precedente de representaciones posteriores, como los sepulcros góticos, renacentistas y barrocos (el Sepulcro de Don Alfonso de la Cartuja de Miraflores o el Sepulcro del Cardenal Richelieu, obra de Girardon, son buenos ejemplos), así como la prueba de un modelo que encontramos en la Roma antigua: la incineración. Una práctica que cesará con la llegada del estoicismo, a partir del cual prosperará nuevamente la inhumación, más tarde extendida por el cristianismo en el mundo entero. Esta circunstancia va a conllevar la consiguiente proliferación y desarrollo de la tipología de sarcófago, gran protagonista de los más famosos espacios de enterramiento del arte paleocristiano: las catacumbas.

Los temas evolucionarán y, junto con la representación del difunto, será habitual encontrar la presencia de alegorías, o una iconografía específica, que relacionen a la persona con su pasado o procedencia. Algo que será muy habitual a lo largo del barroco posterior en las grandes tumbas de papas y emperadores, como sucede en el caso de los panteones de la familia Médici o en El Escorial, un caso, este último, dedicado por completo a la gloria de un emperador y toda su saga, Felipe II y los Austria.
Es en época barroca cuando podremos encontrar también excepcionales ejemplos de algo que hasta el románico resultaba impracticable: la representación del dolor y la mortalidad de lo divino. Las crucifixiones y las piedades serán algo común en el arte, alcanzándose verdaderos niveles de maestría (algo que no es de extrañar dado el carácter teatral y expresivo del movimiento) y un increíble verismo dentro de la imaginería asociada al culto religioso.


El Neoclásico abrirá, extrañamente, el camino de la idealización dentro de las representaciones de la defunción, del que resultará icónica la obra La Muerte de Marat de David. A partir de aquí el paso quedará libre para románticos (La muerte de Sardanápalo, Delacroix), realistas (El testamento de Isabel la Católica, Rosales), prerrafaelitas (La muerte de Ofelia, Dante Rossetti) y un largo etcétera, que alcanzará desde Goya hasta Picasso (muy relacionados ambos, además, en lo que respecta a su cualidad de artífices de grandes obras que mostrarán el tema de la muerte debida a la guerra) y posteriores (como Salvador Dalí o Ignacio Zuloaga).

Y no es posible finalizar un recorrido por el arte funerario de toda la Historia del Arte sin detenernos en el monumento más famoso de todos: el Taj Mahal. Conjunto de tradición islámica, persa e india, erigido por el Sha Jahan en honor de su favorita, Mumtaz Mahal, cuyo fallecimiento provocará tanto dolor en el emperador mongol que decidirá edificar el mausoleo que consiga la permanencia del recuerdo de su esposa y su inmortalidad por los siglos venideros.

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