lunes, 20 de junio de 2016

FRANCISCO LEIRO- SISIFO CONFUSO






Hoy he encontrado un artículo en EL PAÍS de Manuel Vicent, sobre Leiro, describe tan bien  al autor  y a su obra que lo reproduzco. Yo no me canso de ver la escultura de Leiro, mi escultor, actual, preferido.


Alrededor del fuego en las noches de invierno en Galicia, mientras en el hueco de la chimenea sonaba la oscura voz del viento, alguien solía contarle al niño historias de lobos, de santas compañas y de difuntos resucitados. Estas historias de terror siempre sucedían en el bosque, de modo que el niño a menudo soñaba que se perdía en la niebla de un bosque en la que se dibujaban fantasmas de muertos vivientes que no eran sino los troncos de los árboles, pero lejos de que el pánico le despertara sobresaltado, a veces su sueño se llenaba de gnomos y de unicornios, de elfos, princesas y dragones. Al final siempre acudía un misterioso leñador a salvarlo.


 En la remota antigüedad los bosques eran santuarios llenos de seres animados. Los druidas de la cultura celta, desde la edad del hierro, eran conscientes de que los árboles poseían almas o sombras, masculinas y femeninas, que estaban presas en los troncos y estos hechiceros celtas solían realizar ensalmos para rescatarlas.
 Aquel niño que en las noches de invierno en Cambados, su pueblo natal, oía con los ojos muy abiertos junto al fuego estas historias hoy es el escultor Francisco Leiro. Tiene talleres en Nueva York, en Madrid y en Cambados, los tres en antiguos garajes iluminados por altos fanales donde aquellos fantasmas que dormían en el interior de los árboles han tomado formas humanas o de animales después de que el escultor las haya liberado. Las esculturas de Leiro suelen ser de madera porque esa es la materia que siempre sintió embrujada.


 Por otra parte no hay más que ver ahora a este escultor en persona, estrechar la energía de su mano, observar la forma cómo te mira en silencio por debajo del frontón de sus cejas, para certificar que después de tantos años, por una rara licantropía, propia de la luna llena galaica, ha acabado convirtiéndose él mismo en aquel misterioso hombre del bosque, que acudía en ayuda del niño cuando en sueños se perdía en la niebla.


 El escultor Leiro tiene el oído hecho a percibir la voz que emerge de cada tronco de pino, de álamo o roble. Desde el fondo de la madera tal vez le llama un penitente que pugna por salir, una plañidera que llora, un esclavo arrodillado que lucha por levantarse, una mujer abrazada a su amante, un chupacabras, una ninfa, un endemoniado, un figurante de la santa compaña que arrastra unas cadenas, cualquier alma en pena. El escultor se dispone a liberarlos con el hacha o la motosierra, que son los instrumentos con los que esculpe a los fantasmas, quienes solo tomarán forma esquivando los tajos violentos que el leñador Leiro imparte para encontrarlos. Parecen rudas, descomunales y contorsionistas sus criaturas soñadas, pero una vez rescatadas del tronco del árbol y puestas en pie en el taller, el artista les extrae su alma arbórea, las cubre de colores vivos e airados y les trasfiere una figura humana.
 Un día el escultor oyó que desde el interior de la madera también le llamaba un Cristo Crucificado. No lo podía creer. Era el propio Hijo de Dios quien tenía el capricho de convertirse en arte. Pese a que el artista es un agnóstico adscrito a un ruralismo pagano, creyente tan solo en las fuerzas del humus, del limo y de la savia, del viento y la lluvia, no dudó en acudir en su ayuda. A golpes de hacha, como los lanzazos de aquel centurión, talló el tronco y en su interior apareció el Nazareno en la Cruz bajo toda la verdad del roble.


 Sustancia neoyorquina
Francisco Leiro exhibe también una condición como hombre misterioso del bosque a la sombra de los rascacielos de Nueva York donde ha trabajado durante más de diez años. Es sabido que el aire poderoso de esta ciudad acaba por modelar el rostro, los ademanes, la forma de pensar y de estar en el mundo de la gente que la habita. No en su caso. Este artista ha pasado por ese bosque con el mismo carácter galaico sin que los sueños de su niñez se hayan visto alterados un ápice por la sustancia neoyorquina. Su personalidad puede desafiar cualquier influencia que no provenga del fondo de la tierra de sus antepasados.


 Hay que imaginarlo entre Brooklyn y Manhattan con la cabeza llena de fantasmas de madera atravesando las avenidas de Nueva York como un leñador rudo y a la vez esteta refinado, el hacha al hombro, camino de la galería Marlborough sin que las luces de Broadway vertidas sobre su cabeza lleguen nunca a deslumbrarlo, como ha sucedido con otros artistas más maleables. Leiro en Madrid no deja nunca de ser de Cambados y en Cambados no deja nunca de ser de Nueva York y en Nueva York no deja nunca de ser de Madrid, sin importarle nunca el lugar donde habite siempre que le permitan esculpir gigantes, sombras, seres poseídos por la bestialidad de la naturaleza, asomados al vacío del aire, mediante un expresionismo que en este gallego emana poder, voluntad, pulsión vital de una musculatura a punto de estallar.



 Algunas esculturas ciclópeas de Leiro presiden los vestíbulos de las instituciones, se suman a colecciones privadas o están a merced de la emoción de los espectadores en los museos, pero aquel Cristo Crucificado cuya imagen fue esculpida patéticamente a hachazos huyó un día del circuito estético y hoy atiende desde la cruz las plegarias de sus fieles mexicanos en una iglesia de Monterrey. El escultor, como un druida celta, le confirió un extraño poder al liberarla del tronco del árbol. Rodeado de lámparas votivas el Cristo de Leiro ha comenzado a hacer milagros. Ha sanado enfermos. Se cuenta que ha curado a varios endemoniados y otros casos de rabia.

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