Hace unos días pasé casualmente por el barrio en que me crié.Los edificios siguen siendo los mismos con muy pocas variantes, tambien los árboles son los mismos u otros de la misma especie y tamaño, pero no hay que ser muy observador para advertir que todo ha cambiado. Viéndolo me preguntaba cuantas veces puede cambiar radicalmente una ciudad en un tiempo tan breve como la vida de un hombre. La casa en que viví ha sido restaurada y esto le ha dado lo que nunca tuvo: un cierto estilo.
En la planta baja, al lado del portal hay una tienda de informática. Naturalmente, por la calle circula una riada densa de automóviles. Antes, cuando era niño, las cosas no eran así. En aquella época la calle no era una vía de transporte, sino un lugar habitable, en el que muchas personas pasaban buena parte de su existencia. En aquel tiempo, como todavía ocurre actualmente en algunos países, la frontera entre la calle y la casa era variable y algo confusa; el comercio callejero invadía los portales y, a cambio, en las noches de verano muchos vecinos sacaban a la acera unas butaquitas de mimbre y un botijo y se constiruían en tertulias abiertas, en auténticos salones populares, donde ventilaban asuntos de todo tipo y a menudo se discutía acaloradamente, a grandes voces.
De este escándalo no protestaba nadie, porque todos los contertulios eran vecinos de la propia casa donde el debate tenía lugar o de las casas de junto. De hecho, muchos hombres concurrían a la tertulia en pijama y muchas mujeres en batas vaporosas de algodón estampado. De día eran pocos los que podían permitirse el lujo de dejar pasar las horas en la acera, pero la ausencia de ociosos venía compensada por los artesanos que preferían realizar sus trabajos en la acera, reemplazando un taller estrecho, oscuro y mal ventilado por otro tan grande y variado como el mundo. En la que fue mi casa, donde hoy está la tienda de informática, había un esterero, es decir, un hombre que en teoría hacía alfombras, pero que, en la práctica, deshacía las alfombras que le llevaban para reparar los desperfectos causados por el tiempo o por algún percance, o para modificar el tamaño y la forma de las alfombras y adaptarlas a las necesidades de cada hogar y de cada habitación, como quien adapta el largo de un pantalón a la talla de su dueño.
Como la estería, según queda dicho, ocupaba una tienda abierta al público, la entrada era muy amplia y disponía de dos escaparates perpendiculares a la calle. Entre estos dos escaparates, en el espacio destinado a vestíbulo de la tienda, el esterero instalaba cada mañana una mesa larga, ancha y muy baja, de cuyos bordes sobresalían unos clavos bastante grandes. Entre clavo y clavo había unos agujeros en los que podían inserarse unas estacas de madera.
Por los clavos y las estacas convenientemente distribuidas corrían unas cuerdas que formaban el bastidor de la alfombra. El esterero se sentaba en un taburete diminuto y allí se pasaba el día, metiendo y sacando hebras de lana de la trama de cuerda por medio de unas agujas de coser ligeramente curvadas y gruesas como el dedo meñique, y dando conversación a todo el que se detenía a su lado, porque su trabajo era un trabajo mecánico, que no requería de su atención más que de cuando en cuando.
En los escaparates situados delante y detrás de este taller móvil no había nada. En aquella época era frecuente ver escaparates vacíos como los que describo, cosa que hoy resultaría inimaginable. En aquella época no existía, como ahora, la fiebre del comprar y del vender; entonces cada cual compraba estrictamente lo que necesitaba y a veces ni siquiera eso; cada cual sabía donde se vendían en su barrio los comestibles, los cacharros de cocina, el tabaco y el pan, donde estaba la zurcidora, la planchadora y el electricista; y a nadie se le ocurría procurarse artículos de consumo diario o servicios en un barrio que no fuera el suyo, porque las diferencias, si las había, nunca compensaban unos desplazamientos que la escasez de transportes públicos hacían sumamente largos y trabajosos. Por esa razón, muy pocas tiendas gastaban dinero en rótulos y reclamos. A los sumo, las más emprendedores, hacían con pincel o tiza un dibujo alegórico, las más de las veces humorístico, o aventuraban una frase publicitaria escueta e hiperbólico como ésta: LAS MEJORES FÉCULAS DEL MUNDO SON DE ARAGÓN.
Muchos, sin embargo, estimaban más productivo ocupar el escaparate y utilizarlo a modo de salita acristalada. Al doblar la esquina de mi casa había dos ancianas enlutadas que se pasaban el día en un escaparate, sentadas en sendas sillas de anea, frente a una mesa camilla, acompañadas de un gato de angora. Allí tomaban e sol en los meses de invierno y se empleaban febrilmente en una actividad misteriosa cuya finalidad y sentido explicitaba este cartel: SE COGEN PUNTOS DE MEDIA. Era una operación que se practicaba sobre un tambor metálico que mantenía tenso un trozo de media angustiosamente parecido a la piel humana de los relatos provenientes de Treblinka. En este tejido tensado entraba y salía a gran velocidad un taladro diminuto movido por por un motorcillo eléctrico; nunca supe que efecto producía en el tejido este barrenamiento rabioso. En los meses cálidos, aquellas ancianas laboriosas se protegían del sol por medio de un visillo blanco que corría transversalmente. de lado a lado del escaparate, a lo largo de una barra de latón. A juzgar por lo que se podía comumbrar dede la calle la tienda propiamente dicha, que debía ser muy pequeña, era utilizada como vivienda por las ancianas sin ambages, pero en contravención flagrante de todas la ordenanzas municipales al respeto y de las reglas más elementales de la seguridad y la higiene. Mucho de lo que se hacía entonces estaba prohibido, pero se hacía igual, porque con sólo lo permitido no se podia vivir.
El estero que tenía su negocio debajo de mi casa tenía tambien dos hijos crecidos que le ayudaban ocasionalmente. Sin duda estaban estudiando o aprendiendo algún oficio o quizá tenían ya un trabajo propio y estable en otra empresa o se habían establecido por su cuenta, pero eso no era óbice para que acudiesen en ayuda de su padre en los momentos cruciales del año, cuando el trabajo se intensificaba. Estos momentos eran dos: el principio del verano y el final del verano. Al principio del verano las casas se acondicionaban para hacer frente a los calores más molestos que verdaderamente graves, siguiendo un proceso similar, aunque inverso, al de los animales que al llegar los primeros fríos se sumen en un letargo de meses. En estas ocasiones los muebles eran enfundados, al igual que las lámparas y otros objetos grandes o delicados, para impedir que los dañase el polvo que se colaba por las ventanas y balcones abiertos de par en par
Las alfombras, que se retiraban por esa misma razón y tambien por razones de temperatura, se daban a guardar al esterero. Para ello, apenas iniciado el proceso de aclimatación a que acabo de referirme, los hijos del esterero recorrían las casas del vecindario de piso en piso, provistos de un saco y un haz de palos largos y gruesos. Los palos les servían para enrollar las alfombras por este procedimiento: uno de los hermanos enrollaba la alfombra mientras el otro iba dejando caer en su interior hojas de naftalina que sacaba del saco a puñados. Una vez enrollada la alfombra, el cilindro resultante, envuelto en hojas de periódico, atado y etiquetado para su posterior identificación, era transportado por los extremos del palo que sobresalían a ambos lados del cilindro. Al finalizar el verano tenía lugar la operación inversa; entre ambos momentos, el de enrollar y el de desenrollar las alfombras, éstas descansaban en un almacén situado en la trastienda de la estería, una suerte de bodega oscura y profunda, impreganda de olor a naftalina, que tenía algo de tumba egipcia. Los hijos del esterero, además de esta función, cumplían otra que coincidía temporalmente con la del enrollado de las alfombras y que era más pintoresca que aquélla: la de varear la lana de los colchones. La varea, que tenía grandes alicientes coreográficos y sonoros para el espectador, se realizaba en las azoteas, entre la ropa tendida y no lejos de las jaulas donde habitaban los animales domésticos, porque en aquellos tiempos de carestía eran raras las azoteas que no albergaban gallinas, conejos, patos y
hasta corderos.
Junto al esterero tenía su establecimiento un electicista que se anunciaba con el siguiente rótulo: ELECTRICIDAD. El electricista no tenía un local de negocios convencional, sino un auténtico agujero en el que reinaban las tinieblas y el caos. A esta madriguera se accedía por una puertecita muy baja, casi una puerta gatera, que daba sin transición a un tramo de escalones estrechos y empinados; una verdadera trampa medieval. La puerta y los escalones conducían a un semisotano en el que había, arrumbadas de cualquier modo, cajas de cartón que contenían carretes, bobinas, fusibles, bombillas, conmutadores, pulsadores, pilas, botellas de Leiden, filamentos de cobre y otros adminiculos relacionados con las aplicaciones domésticas de la electricidad. En medio de aquel naufragio había un mostrador rectangular, pequeño y enteramente cubierto de objetos heterogéneos entre los que nunca faltaban los papeles de periodico, porque en aquella época el periodico, una vez leído, iniciaba una vida errática y de rara intensidad y cumplía funciones muy variadas e importantes. Una característica del establecimiento del electricista era que el suelo, el techo y las paredes eran negros, no por decisión deliberada de nadie sino porque algún factor misterioso había ido depositando por todas partes una capa respetable de hollín; tal vez el local había sido almacén de carbón en una etapa anterior y el electricista al ocuparlo no consideró oportuno limpiar aquel recordatorio de su antiguo uso. Estábamos aún muy lejos de la obsesión por el diseño que hoy preside e informa la vida comercial de la ciudad. Tambien el electricista sacaba de cuando en cuando a la acera una silla y una caja de herramientas y trabajaba allí, aprovechando la luz del dia, el sol y el aire puro. Allí podia versele, encorbado, ceñudo y oscuro, como si el estar expuesto al negror de su local hubiera acabado alterando la pigmentación de su propia piel, concentrado en repelar el extremo de un cable con un cortaplumas o en recubrir las ramificacines y flequillos de un empalme chapucero con varios metros de cinta aislante. De esta labor no lo distraía nada ni nadie; nunca levantaba los ojos para mirar a los viandantes ni para cambiar algunas frases con los demás trabajadores callejeros de la inmediaciones. Solo un suceso anómalo y estrepitoso, como un accidente de tráfico ocurrido a pocos metros de donde él se encontraba habría podido arrancarle de sus abstracción. Sin duda esta capacidad de concentración era del todo necesaria para poder trabajar en un lugar tan propicio a la dispersión y el ocio.
En términos generales, aquellas eran gentes formales, que se tomaban en serio su faena. Esto no quiere decir que vivieran obsesionadas por el trabajo ni, menos aún, que actuaran movidas por la ambición. En aquellos años se se trabajaba de una manera pausada y sin agobios, con un ritmo casi biológico, que no tenía nada que ver con los criterios de producción que hoy se aplican. Como el país atravesaba por una etapa de extrema pobreza, se vivía con muy poco y, en cambio, las posibilidades de enriquecerse por medio del trabajo eran nulas; lo cual, si bien se piensa, no fomentaba la furia laboral. Quizá por esta razón, porque no los movia la codicia, aquellos trabajadores eran gente honrada, modesta y respetuosa, tres virtudes que hoy son desdeñadas y tenidas por flaquezas. Entonces no era así. La gente de condición humilde tenía principios arraigados y valoraba mucho la cortesía, quizá porque pensaba que el pundonor y los modales no costaban nada y conferían una cierta pátina de distinción a quien los poseía. Esto no significa que aquella fuera una época inocente ni que el mundo de la calle estuviera exento de malicia o de aspereza. Abundaban los sinvergüenzas, estafadores, carteristas y descuideros, individuos evanescentes y melifluos que actuaban con pasmosa habilidad y sin reparos en los lugares y momentos más impensados, tambien solían verse mujeres de cierta edad y talante avinagrado, muy desagradables, siempre cubiertas de andrajos y greñas, y otras jóvenes, de aspecto atlético y jovial, que de repente y sin causa visible se venían abajo y quedaban tendidas en el adoquinado de una manera inmunda para alarma y confusión de los presentes, que no sabían que hacer; había lisiados horripilantes y pendencieros y locos que llevaban algún detalle estrafalario en su atuendo o las gafas colgadas verticalmente en perpendicular con la boca y las cejas y que se reían de continuo y hablaban para si en voz alta, con vehemencia y encono y tambien había personajes tenebrosos, de mirada esquiva y facciones tan crispadas que aprecían reflejadas en un espejo roto, tipos de una ferocidad sin límites, capaces de cualquier crimen. Unos y otros, sin embargo, vistos ahora, a distancia, parecen formar parte de un retablo equilibrado en el cual los elementos, dispares entre sí, se equilibran y contraponen con un sentido espontáneo de la armonía. Allí todos parecen desempeñar su papel con tal precisión que quien los contempla puede facilmente confundir su funcionalidad histórica con la práctica de las virtudes cívicas, lo que sería, por supuesto un engaño.
Sea como sea, lo cierto es que hoy estas personas han desaparecido o perviven aisladas, como algo anacrónico, porque ha perdido sentido su función y tambien porque su forma de entender el mundo no es la nuestra. Pero tambien es cierto que, del mismo modo que la trama urbana de una ciudad se concibe y realiza de acuerdo con los factores orográficos que la conforman, la identidad de la ciudad de hoy, la que hemos aprendido a conocer y a pensar se sustenta sobre aquella otra forma de entender la vida, que nos legaron sin proponerselo aquellos personajes anónimos y callados. No era cosa suya, sino nuestra, el recuperar y conservar su imagen y dar voz y significado a aquello que nunca nos dijeron, porque no sabían que tambien a ellos les incumbía la misión de decir algo, ni en defiitiva habrían sabido concretarlo en ideas ni expresarlo en palabras
EDUARDO MENDOZA
Publicado en la revista EL PASEANTE