jueves, 8 de abril de 2021

Diego Velázquez




 (Sevilla, 1599-Madrid, 1660). Pintor español. Adoptó el apellido de su madre, según uso frecuente en Andalucía, firmando «Diego Velázquez» o «Diego de Silva Velázquez». Estudió y practicó el arte de la pintura en su ciudad natal hasta cumplir los veinticuatro años, cuando se trasladó con su familia a Madrid y entró a servir al rey desde entonces hasta su muerte en 1660. Gran parte de su obra iba destinada a las colecciones reales y pasó luego al Prado, donde se conserva. La mayoría de los cuadros pintados en Sevilla, en cambio, ha ido a parar a colecciones extranjeras, sobre todo a partir del siglo XIX. 

AA pesar del creciente número de documentos que tenemos relacionados con la vida y obra del pintor, dependemos para muchos datos de sus primeros biógrafos. Francisco Pacheco, maestro y después suegro de Velázquez, en un tratado terminado en 1638 y publicado en 1649, da importantes fragmentos de información acerca de su aprendizaje, sus primeros años en la corte y su primer viaje a Italia, con muchos detalles personales. La primera biografía completa -la de Antonio Palomino- fue publicada en 1724, más de sesenta años después de la muerte de Velázquez, pero tiene el valor de haberse basado en unas notas biográficas redactadas por uno de los últimos discípulos del pintor, Juan de Alfaro.

Palomino, por otra parte, como pintor de corte, conocía a fondo las obras de Velázquez que se encontraban en las colecciones reales, y había tratado, además, con personas que habían coincidido de joven con el pintor. ­Palomino añade mucho a la información fragmentaria dada por Pacheco y aporta importantes datos de su segundo viaje a Italia, su actividad como pintor de cámara, como funcionario de Palacio y encargado de las obras de arte para el rey. Nos proporciona asimismo una lista de las mercedes que le hizo Felipe IV junto con los oficios que desempeñaba en la casa real, y el texto del epitafio redactado en latín por Juan de Alfaro y su hermano médico, dedicado al «eximio pintor de Sevilla» («Hispalensis. Pictor eximius»). Sevilla, en tiempo de Velázquez, era una ciudad de enorme riqueza, centro del comercio del Nuevo Mundo, sede eclesiástica importantísima, cuna de los grandes pintores religiosos del siglo y conservadora de su arte. Según Palomino, Velázquez fue discípulo de Francisco de Herrera antes de ingresar con once años en el estudio de Francisco Pacheco, el más prestigioso maestro en Sevilla por entonces, hombre culto, escritor y poeta. Después de seis años en aquella «cárcel dorada del arte», como la llamó Palomino, Velázquez fue aprobado como «maestro pintor de ymagineria y al ólio [...] con licencia de practicar su arte en todo el reino, tener tienda pública y aprendices». 



No sabemos si se aprovechó de la licencia en cuanto a lo de tener aprendices en Sevilla, pero no es inverosímil, dadas las repeticiones hechas de los bodegones que pintó en la capital andaluza. En 1618 Pacheco le casó con su hija, «movido de su virtud [...] y de las esperanzas de su natural y grande ingenio». Nacieron luego en Sevilla las dos hijas del pintor. Escribiendo cuando su discípulo y yerno ya estaba establecido en la corte, Pacheco atribuye su éxito a sus estudios, insistiendo en la importancia de trabajar del natural y de hacer dibujos. Velázquez tenía un joven aldeano que posaba para él, al parecer, y aunque no se ha conservado ningún dibujo de los que sacara de este modelo, llama la atención la repetición de las mismas caras y personas en algunas de sus obras juveniles. Pacheco no menciona ninguna de las pinturas religiosas efectuadas en Sevilla aunque habría tenido que aprobarlas, como especialista en la iconografía religiosa y censor de la Inquisición. Lo que sí menciona y elogia, en cambio, son sus bodegones, escenas de cocina o taberna con figuras y objetos de naturaleza muerta, nuevo tipo de composición cuya popularidad en España se debe en gran parte a Velázquez.



 En tales obras y en sus retratos el discípulo de Pacheco alcanzó «la verdadera imitación de la natu­ra­le­za», siguiendo el camino de Caravaggio y Ribera. Velázquez, en realidad, fue uno de los primeros exponentes en España del nuevo naturalismo que procedía directa o indirectamente de Caravaggio y, por cierto, El aguador de Sevilla (h. 1619, Wellington ­Museum, Londres) fue atribuido al gran genio italiano al llegar a la ­capital inglesa en 1813. El aguador fue una de las primeras obras en difundir la fama del gran talento de Velázquez por la corte española, pero cuando se marchó a Madrid por primera vez en 1622 fue con la esperanza -no realizada- de pintar a los reyes. Hizo para Pacheco, aquel año, el retrato del poeta Don Luis de Góngora y Argote (Museum of Fine Arts, Boston), que fue muy celebrado y copiado luego al pincel y al buril, y esto, sin duda, fomentó su reputación de retratista en la capital. Cuando volvió a Madrid al año siguiente, llamado por el conde-duque de Olivares, realizó la efigie del joven Felipe IV, rey desde hacía dos años.



 Su majestad le nombró en seguida pintor de cámara, el primero de sus muchos cargos palatinos, algunos de los cuales le acarrearían pesados deberes administrativos. A partir de entonces ya no volvería a Sevilla, ni tampoco salió mucho de Madrid, salvo para acompañar al rey y su corte. Tan solo estuvo fuera del país en dos ocasiones, en Italia, la primera en viaje de estudios y la segunda con una comisión del rey. En el nuevo ambiente de la corte, famosa por su extravagancia ceremonial y su rígida etiqueta, pudo contemplar y estudiar las obras maestras de las colecciones reales y, sobre todo, los Tizianos. Como el gran genio veneciano, Velázquez se dedicó a pintar retratos de la familia real, de cortesanos y distinguidos viajeros, contando, sin duda, con la ayuda de un taller para hacer las réplicas de las efigies reales. Su primer retrato ecuestre del rey, expuesto en la calle Mayor «con admiración de toda la corte e invidia de los del arte» según Pacheco, fue colocado en el lugar de honor, frente al famoso retrato ecuestre de Carlos v en la batalla de Mühlberg, por Tiziano (Prado), en la sala decorada para la visita del cardenal Francesco Barberini en 1626.



 Su retrato del cardenal, en cambio, no gustó, por su índole «melancólica y severa», y al año siguiente se le tachó de solo saber pintar cabezas. Esta acusación provocó un concurso entre Velázquez y tres pintores del rey, que ganó el pintor sevillano con su Expulsión de los moriscos (hoy perdido). Si su retrato de Barberini no fue del gusto italiano, sus obras y su «modestia» merecieron en seguida los elogios del gran pintor flamenco Pedro Pablo Rubens, cuando vino a España por segunda vez en 1628, según Pacheco. Ya ha­bían cruzado correspondencia los dos y colaborado en un retrato de Olivares, grabado por Paulus Pontius en Amberes en 1626, cuya cabeza fue delineada por Velázquez y el marco alegórico diseñado por Rubens. Durante la estancia de Rubens en Madrid, Velázquez le habría visto pintar retratos reales y copiar cuadros de Tiziano, aumentando al contemplarle su admiración para con los dos pintores que más influencia tendrían sobre su propia obra. Su ejemplo inspiró, sin duda, su primer cuadro mitológico El triunfo de Baco o los borrachos (1628-1629, Prado), tema que, en ­manos de Velázquez, recordaría más el mundo de los bodegones que el mundo clásico. Parece que una visita a El Escorial con Rubens renovó su deseo de ir a Italia, y partió en agosto de 1629. Según los representantes italianos en España, el joven pintor de retratos, favorito del rey y de Olivares, se iba con la intención de rematar sus estudios. Cuenta Pacheco que copió a Tintoretto en Venecia y a Miguel Ángel y Rafael en el Vaticano. 



Luego pidió permiso para pasar el verano en la Villa Médicis, donde había estatuas antiguas que copiar. No ha sobrevivido ninguna de estas copias ni tampoco el autorretrato que se hizo a ruego de Pacheco, quien lo elogia por estar ejecutado «a la manera del gran Tiziano y (si es lícito hablar así) no inferior a sus cabezas». Prueba de sus avances en esta época son las dos telas grandes que trajo de Roma. La fragua de Vulcano (1630, Prado) y La túnica de José (1630, El Escorial) justifican ampliamente las palabras de su amigo Jusepe Martínez, según las cuales «vino muy mejorado en cuanto a la perspectiva y arquitectura se refería». 



Además, tanto el tema bíblico como el mi­tológico, tratados por Velázquez, ­demuestran la independencia de su interpretación de las estatuas antiguas en los torsos desnudos sacados de modelos vivos. De regreso en Madrid a principios de 1631, Velázquez volvió a su principal oficio de pintor de retratos, entrando en un periodo de grande y variada producción. Dirigió o participó, por otra parte, en los dos grandes proyectos del momento y del reino: la decoración del nuevo palacio del Buen Retiro en las afueras de Madrid, y el pabellón que usaba el rey cuando iba de caza, la Torre de la Parada. Pronto adornaban suntuosamente el Salón de Reinos (terminado en 1635), sala principal del primero de estos palacios, sus cinco retratos ecuestres reales, más Las lanzas o la rendición de Breda (Prado), su contribución a la serie de triun­fos militares. La tela grande de San Antonio Abad y san Pablo, primer ermitaño (h. 1633, Prado), destinada al altar de una de las ermitas de los jardines del Retiro, demuestra el talento del pintor para el paisaje, y es obra notable en su línea destacando entre los muchos ejemplos del género traí­dos de Italia para decorar el palacio. 



Para la Torre de la Parada, Veláz­quez pintó retratos del rey, su hermano y su hijo, vestidos de cazadores, con fondos de paisaje, lo mismo que los retratos ecuestres del Buen Retiro y la Tela Real o Cacería de jabalíes en Hoyo de Manzanares (h. 1635-1637, National Gallery, Londres). Pintó también para la misma Torre las ­figuras de EsopoMenipo y El dios Marte (todas en el Prado), temas apropiados al sitio y no ajenos a las escenas mitológicas encargadas a Rubens y a su escuela en Amberes. Por esta época, Velázquez pintó también sus retratos de bufones y enanos, de los cuales sobresalían las cuatro figuras sentadas, por su matizada caracterización y la diversidad de sus posturas, adaptadas a sus deformados cuerpos.



 Con igual sensibilidad creó un aire festivo adecuado para La Coronación de la Virgen (h. 1641-1642, Prado), desti­nada para el oratorio de la reina en el Alcázar: vívida traducción de una composición de Rubens al idioma propio de Velázquez. Parecido por la riqueza de su colorido, aunque con más ecos de Van Dyck que de ­Rubens, es el vistoso retrato de Felipe IV en Fraga (1643, Frick ­Collection, Nueva York), realizado para celebrar una de las más recientes victorias del ejército. A partir de entonces no volvería a retratar al rey durante más de nueve años. 



A pesar de sus muchos problemas militares, económicos y familiares, Felipe IV no perdió su pasión por el arte ni sus deseos de seguir enriqueciendo su colección. Por este motivo encargó a Velázquez que fuera de nuevo a Italia a buscarle pinturas y esculturas antiguas. Partió Velázquez en enero de 1649, recién nombrado ayuda de cámara del rey, y llevó consigo pinturas para el papa Inocencio X en su Jubileo. ­Este segundo viaje a Italia de Velázquez tuvo consecuencias importantes para su vida personal, lo mismo que para su carrera profesional. En Roma tuvo un hijo natural, llamado Antonio, y dio la libertad a su esclavo de muchos años, Juan de Pareja. En cuanto a su comisión, sabemos el éxito que tuvo gracias a Palomino y los documentos al respecto, y también cómo se le honró al elegirle ­académico de San Lucas y socio de la Congregación de los Virtuosos. Se ganó asimismo el patrocinio de la curia durante su estancia en Roma. En cuanto a su retrato de Juan de Pareja (1650, Metropolitan Museum of Art, Nueva York), expuesto en el Panteón romano, Palomino cuenta cómo «a voto de todos los pintores de todas las naciones [a la vista del cuadro], todo lo demás parecía pintura, pero éste solo verdad». 



Su mayor triunfo por entonces fue granjearse el favor del papa para que le dejara retratarle, favor concedido a pocos extranjeros, retrato (Galleria Doria Pamphilj, Roma) que le valió más adelante el apoyo del pontífice a la hora de solicitar permiso para entrar en una de las órdenes militares. Pintado en el verano de 1650, «ha sido el pasmo de Roma, copiándolo todos por estudio y admirándolo por milagro», según Palomino, que no exageraba, por cierto, con estas palabras. Existen múltiples copias del cuadro que ha inspirado a numerosos pintores desde que se pintó hasta hoy. 



La impresión de formas y texturas creada con luz y color mediante pinceladas sueltas recuerda la deuda de Velázquez a Tiziano, y anuncia el estilo avanzado y tan personal de sus últimas obras. A esta estancia en Italia se atribuye también, por su estilo, originalidad e historia, La Venus del espejo (1650-1651, National Gallery, Londres), el único desnudo femenino conservado de su mano. Se trata de una obra de ricas resonancias, una vez más, de Tiziano y de las estatuas antiguas, pero el concepto de una diosa en forma de mujer viva es característico del lenguaje personal del maestro español, único en su tiempo.



 De vuelta en Madrid en 1652, y con el nuevo cargo de aposentador de Palacio, Velázquez se entregó al adorno de las salas del Alcázar, aprovechándose en parte de las obras de arte adquiridas en Italia, entre las cuales, según los testimonios conservados, había alrededor de trescientas esculturas. En 1656, el rey le mandó llevar cuarenta y una pinturas a El Escorial, entre ellas las compradas en la almoneda londinense del malogrado monarca inglés Carlos I. Según Palomino, redactó una memoria acerca de ellas en la que manifestó su erudición y gran conocimiento del arte. 



Luego, para el salón de los espejos, donde estaban colgadas las pinturas venecianas preferidas del rey, pintó cuatro mitologías e hizo el proyecto para el techo, con la distribución de temas, que ejecuta­rían dos pintores boloñeses contratados por Velázquez en Italia. A pesar de estas ocupaciones, Velázquez no dejó de pintar, y encontró nuevos modelos en la joven reina Mariana y sus hijos. La reina doña Mariana de Austria (h. 1651-1652, Prado) y La infanta María Teresa, ­hija del primer matrimonio del rey (1652-1653, Kunsthistorisches ­Museum, Viena), resultan muy parecidas en estos retratos en cuanto a sus caras y sus figuras, emparejadas por las extravagancias de la nueva moda. 



Supo crear con pincelada suelta, sin definir los detalles, la forma y los elementos decorativos del enorme guardainfante, así como los exagerados peinados y maquillajes. Consiguió, con la misma libertad de toques, ­resaltar la tierna vitalidad de los ­jóvenes infantes, dentro de la rígida funda de sus vestidos. Los últimos dos retratos de Felipe IV, copiados al óleo y al buril, son bien diferentes (1653-1657, Prado; h. 1656, National ­Gallery, Londres): bustos sencillos vestidos de trajes oscuros, informales e íntimos, que reflejan el decaimiento ­físico y moral del monarca del cual se dio cuenta. Hacía nueve años que no se le había retratado y, como él mismo dijo en 1653: «No me inclino a pasar por la flema de ­Velázquez, como por no verme ir envejeciendo». En los últimos años de su vida, pese a su conocida flema y sus muchas preocupaciones, Velázquez añadió dos magistrales lienzos a su obra, de índole original y nueva y difíciles de clasificar: Las hilanderas o la fábula de Aracne (h. 1657, Prado) y el más famoso de todos, Las meninas (1656, Prado).



 En ellos vemos cómo el naturalismo «moderno» en su tiempo, el realismo detallado del pintor sevillano, se había ido transformando a lo largo de su carrera en una visión fugaz del personaje o de la escena. Los pinta con toques audaces que parecen incoherentes desde cerca, aunque muy justos y exactos a su debida distancia, y se anticipa en cierto modo al arte de Édouard ­Manet y al de otros pintores del siglo XIX en los que tanta mella hizo su estilo. Su último acto público fue el de acompañar a la corte a la frontera francesa y decorar con tapices el pabellón español en la isla de los Faisanes para el matrimonio de la infanta María Teresa y Luis XIV (7 de junio de 1660). 



Pocos días después de su vuelta a Madrid, cayó enfermo y murió el 6 de agosto de 1660. Su cuerpo fue amortajado con el uniforme de la orden de Santiago, que se le había impuesto el año anterior. Fue enterrado, según las palabras de Palomino, «con la mayor pompa y enormes gastos, pero no demasiado enormes para tan gran hombre».

MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Calle Ruiz de Alarcón 23

28014 Madrid

913 30 28 00

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