jueves, 8 de septiembre de 2016

Bartolomé Esteban Murillo



(Sevilla, 1617- 1682). Pintor español. La primera noticia conocida sobre su vida la proporciona su partida de bautismo, que está fechada el día 1 de enero de 1618, según consta en el archivo de la antigua parroquia de la Magdalena de Sevilla. Este dato nos mueve a situar el nacimiento del futuro artista en los últimos días del mes de diciembre de 1617, teniendo en cuenta sobre todo que en esta época se bautizaba a los niños en días inmediatos a su alumbramiento. 


Sus padres, Gaspar Esteban y María Pérez Murillo, vieron culminar con este nacimiento el proceso de una larga descendencia, ya que Bartolomé, nombre que pusieron al niño, fue el último de catorce hermanos. Puede advertirse, por tanto, que el pintor utilizó para denominarse el segundo apellido de la madre siguiendo la amplia libertad en el uso de los apellidos que había en aquella época. El padre, Gaspar Esteban, fue un hombre de discreta fortuna, de profesión barbero-cirujano, cuya casa familiar estaba adosada a la puerta del convento de San Pablo. 


Su bonanza económica le permitió mantener sin problemas a su numerosa prole, que daría a su hogar una animada vitalidad en la que el niño Bartolomé creció apaciblemente hasta que cumplió los diez años de edad. La muerte de su padre en 1627 y la de su madre en 1628 truncó su tranquila existencia, en la orfandad, motivo por el que pasó a ser tutelado por Juan Agustín de Lagares, marido de su hermana Ana, y a tener que compartir un hogar diferente con los hijos de este matrimonio. Nada se sabe de las circunstancias de la vida del joven Bartolomé en su nueva familia, pero no debieron de ser nada adversas, ya que cuando su cuñado redactó su testamento en 1656 le nombró albacea, dato que prueba que sus relaciones serían de mutuo afecto. 


De la infancia y juventud de Murillo se sabe muy poco, porque no hay datos documentales referidos a esta época. Únicamente en 1633 encontramos una referencia de interés que informa que cuando tan solo contaba con quince años estuvo a punto de embarcar hacia América; sin embargo, el viaje no llegaría a realizarse. Hacia 1635 debió de iniciar Murillo su aprendizaje como pintor, muy probablemente con Juan del Castillo, que estaba casado con una prima suya. Este leve vínculo familiar fue razón más que suficiente para entablar con Castillo una relación laboral y artística que se prolongaría durante unos seis años, como era habitual en aquella época. Nada más sabemos de los años juveniles de Murillo, aunque se ha hablado de un viaje realizado en 1642 a Madrid, donde se dice que trató a Velázquez y donde planeó realizar un viaje a Italia.



 Pero estas noticias nunca han podido ser confirmadas y hemos de esperar hasta 1645 para disponer de un dato fundamental en la vida del artista: con veintisiete años de edad, Murillo contrajo matrimonio en la iglesia de la Magdalena de Sevilla, siendo ambos contrayentes vecinos de la misma parroquia, por lo que seguramente sus familias se conocían desde muchos años antes. Tuvo una trayectoria matrimonial apacible y una buena situación económica, además de una prolífica descendencia, ya que existen testimonios documentales que señalan al menos la existencia de diez hijos. Las noticias que proporciona la documentación muestran cómo el joven artista emprendió una brillante carrera que progresivamente le fue convirtiendo en el pintor más famoso y cotizado de la ciudad.


 El único viaje del que se tiene constancia que realizó Murillo se documenta en 1658, año en que el artista estuvo en Madrid. No sabemos con certeza el motivo del traslado, ni la duración exacta, pero puede pensarse que en la corte mantuvo contacto con los pintores sevillanos que allí residían, como Velázquez, Zurbarán y Cano, y con otros pintores madrileños. Es muy probable igualmente que durante esta estancia en Madrid, Murillo tuviese acceso a la colección de pinturas del Palacio Real y que constituía un magnífico tema de estudio para todos aquellos artistas que pasaban por la corte. Lo cierto es que este viaje no duró más que algunos meses, ya que a finales del año antes citado consta de nuevo la presencia de Murillo en Sevilla. 


No son muy indicativas las referencias documentales que ilustran la vida del artista en sus años de madurez, ya que tan solo aparecen datos que testimonian cambios de domicilio y que nos lo muestran sucesivamente viviendo en las parroquias de la Magdalena, San Isidoro, San Nicolás y Santa Cruz. También aparecen referencias alusivas al nacimiento de sus hijos, alguno de los cuales muere prematuramente, y datos de carácter económico que señalan una vida desahogada. En efecto, tanto los buenos ingresos que obtenía por las pinturas como las rentas que le proporcionaban las casas que eran de su propiedad y que alquilaba, le permiten mantener un alto nivel de vida, tener varios aprendices, tres criados e incluso una esclava. 


Al mismo tiempo, el paso de los años le convierte en el primer pintor de la ciudad y como consecuencia de ello el que mejores contratos obtenía, tanto con instituciones religiosas como con personajes civiles. Muy pronto hubo pinturas suyas en las principales iglesias y conventos sevillanos e igualmente en las más nobles mansiones de la ciudad. El haberse convertido en el primer pintor de la ciudad, superando en fama incluso a Zurbarán, movió su voluntad de elevar el nivel expresivo y técnico de la pintura local. Por ello en 1660 decidió, junto con Francisco de Herrera el Mozo, fundar una academia de pintura en que los artistas pudiesen ejercitarse y perfeccionar sus recursos técnicos. Esta academia tuvo en Murillo a su principal promotor, su primer presidente y su más entusiasta impulsor.


 Un acontecimiento decisivo, el fallecimiento de su esposa Beatriz de Cabrera, tuvo lugar en 1663, circunstancia que dejó solo al pintor en compañía de cuatro de sus hijos que habían sobrevivido. En esta situación es normal que el artista hubiese pensado en volver a contraer matrimonio, aunque no volvió a buscar una nueva esposa, permaneciendo viudo el resto de su existencia; por otra parte, sus hijos fueron abandonando progresivamente el hogar del pintor, por lo que en la última época de su vida Murillo vivió solamente en compañía de Gaspar Esteban y de sus criados. Mientras tanto, su fama era tal que traspasó los límites de la ciudad de Sevilla, y se extendió por todo el territorio nacional. 


Existe una referencia, facilitada por Antonio Palomino, biógrafo de los pintores españoles, que indica que hacia 1670 el rey de España, Carlos II, ofreció a Murillo la posibilidad de trasladarse a Madrid para trabajar allí como pintor de corte. No sabemos con exactitud si tal referencia es cierta, pero el hecho es que Murillo permaneció en Sevilla hasta el final de su vida. Y este final aconteció en 1682 cuando vivía en el que fue su último domicilio en la parroquia de Santa Cruz. Informa el mencionado Palomino que, estando Murillo dedicado a pintar un gran lienzo para el retablo de la iglesia de los capuchinos de Cádiz, se cayó del andamio que tenía levantado en su taller para realizar la pintura, quedando muy maltrecho y falleciendo a los pocos meses, exactamente el día 3 de abril del mencionado año, siendo enterrado en la iglesia de Santa Cruz. 


A pesar de haber sido hombre famoso y popular, son muy escasos los documentos y referencias que nos hablan de Murillo. La mayor parte de los datos que conocemos referentes a su personalidad nos los proporciona Palomino, cuando menciona que fue «no solo favorecido del cielo por la eminencia de su arte, sino por las ­dotes de su naturaleza, de buena per­sona y de amable trato, humilde y modesto». Estas leves referencias concuerdan perfectamente con la fisonomía que evidencian los dos ­autorretratos que Murillo realizó, uno en edad juvenil y otro ya en su madurez; en ambos puede constatarse que fue persona inteligente y despierta, dotado de una profundidad intelectual que le permitió traducir en pintura el universo religioso y el ámbito social que le envolvía con serena amabilidad y pausada percepción; sosiego y bondad parecen ser virtudes que emanaron de su temperamento, las cuales, unidas a una notoria sensibilidad artística, le permitieron ser perfecto intérprete de los ideales religiosos y sociales de su época.

Museo del Prado

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