Maruja Mallo, formada en los albores de la Segunda República y exiliada a Buenos Aires durante la Guerra Civil, pudo formarse como pintora en la Academia de Bellas Artes en Madrid y desde su juventud contó con el soporte familiar y con el apoyo de un nutrido grupo de intelectuales que confirmaron su valía públicamente y compraron sus cuadros, lo que impulsó su carrera como artista.
Pablo Neruda y Maruja Mallo en las playas de Chile. 1945
La mujer saliendo del agua
La diosa de las aguas oceánicas
Algas
Maruja Mallo vivió en un momento de intensos cambios políticos, sociales, económicos y culturales. En 1909, se estableció la escolarización obligatoria hasta los 12 años, medida que favoreció la caída progresiva de las tasas de analfabetismo femenino, y las aulas universitarias, cerradas a las mujeres en los siglos anteriores, abrieron al fin sus puertas. La Constitución de 1931, promulgada con la llegada de la Segunda República, otorgó los mismos derechos electorales para los ciudadanos y las ciudadanas, y la Ley del divorcio y de matrimonio civil de 1932 afirmaron la creación de un estado laico.
Andy Warhol y Maruja Mallo, en una imagen tomada en Madrid en 1982. :: R. C.
Mallo, nacida en 1902, el mismo año que se estrenó la película Viaje a la Luna, de Georges Meliès, en París, pasó la mayor parte de su infancia entre Asturias y Galicia. La pintora era la cuarta hija de una familia numerosa y aunque poco se conoce sobre su madre —fallecida cuando la artista tenía veinte años de edad—, su padre, próximo a las ideas krausistas, tuvo un papel decisivo en la formación de sus hijos: […] mi padre era un hombre muy culto, leía mucho, sobre todo de literatura francesa, y se dio cuenta de mi vocación. Mi padre vino conmigo al examen previo para ingresar en Bellas Artes, y a la salida, los profesores dijeron: la única, la única señorita que ha sido aprobada y de lo mejor de lo mejor.
Esto a mi padre, como yo era una cría, le puso muy contento. El soporte moral y económico de su familia y la sintonía intelectual con varios de sus hermanos —que le introducirían en el grupo de artistas, poetas y literatos del Madrid de los años veinte— fue clave en el desarrollo de su profesión como artista, pues, como menciona la historiadora de arte Estrella de Diego: «a la hora de estudiar a las pintoras resultan decisivas la educación y las expectativas del entorno». La temprana vocación artística de Mallo y el apoyo de sus padres hizo que no tuviera la educación que parecía corresponder a las «señoritas» de principios del siglo xx, centrada en el estudio de la música, el dibujo y el francés, y adoctrinadas para ser buenas madres y esposas. Para las mujeres de la clase burguesa, la práctica artística era «adecuada», porque educaba el buen gusto además de entretener, pero Mallo dio un paso más y perfeccionó la técnica del dibujo y la composición desde muy temprana edad, primero en la escuela de arte de Avilés y, a partir de 1922,en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Madrid.
En los años veinte, germinaba en toda Europa, y también en España, un nuevo tipo de artista comprometido con la sociedad y con su arte, al tiempo que surgía una nueva concepción de mujer entre las páginas de las escritoras, las pintoras y las filósofas, todas ellas conscientes de su derecho a opinar sobre el arte, la política o la vida. Las primeras obras de Mallo muestran ya esa libertad y reflejan, por una parte, las transformaciones del mundo urbano con la aparición de los primeros tranvías y vehículos que tanto cambiarán la estructura de las propias ciudades y, por otra, el nacimiento de una mujer que lee, viaja, hace deporte y se pasea sola, sin los corsés que amenazaban su cuerpo en los años anteriores.
Los estragos de la Primera Guerra Mundial habían tambaleado en toda Europa el sistema de representación, y las vanguardias artísticas de principios del siglo xx se enfrentaron a las tradiciones de las academias: el arte tenía que innovar y experimentar y el artista debía buscar la libertad individual para componer, escribir o pintar.
Las señoritas de Avignon, el cuadro pintado por Picasso en 1906, fue la obra fetiche que abriría paso a toda una nueva forma de entender la pintura, alejada de un arte académico regido por las proporciones y el realismo. En España, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando estaba perdiendo el valor institucional de los siglos anteriores. Las academias, máxima expresión del gusto de la nación, porque a través de ellas se gestionaban y se apoyaban a todos los grandes premios y exposiciones a los que estaba «obligado» a asistir el «artista» si quería ser reconocido y si pretendía vender sus obras, estaban dejando paso a otro tipo de formación, más libre y autodidacta, a través de los estudios de arte.
Mallo inició su carrera de pintora en un momento en el que el artista académico estaba dejando paso al artista vanguardista. El artista académico era un profesional en el sentido weberiano del término, porque en su actividad existía una vocación, una competencia especializada, y una posibilidad de reconocimiento social, cualidades que supuestamente se conseguían tras pasar por la academia: vocación porque sólo los más dotados lograban superar las pruebas de selección, las cuales no eran fáciles; la competencia especializada porque tras cuatro o cinco años de estudio teórico-práctico se presumía que el artista había aprendido todos los conocimientos necesarios para ejercer su actividad de una manera profesional y, por último, el pertenecer a la institución académica dotaba a los artistas de un reconocimiento social que les iba a permitir tener un número de clientes a los que vender sus obras.
Maruja Mallo vivió entre los dos mundos: la institución académica le permitió relacionarse con otros estudiantes, como José Moreno Villa y Dalí —a través del cual conocería a todo el grupo de la Residencia de Estudiantes integrada por Buñuel, Lorca y Alberti—; en la Academia perfeccionó las técnicas clásicas del dibujo, y obtuvo el diploma con el que podría presentarse a las oposiciones de profesora años más tarde. Pero la inquietud y el interés en descubrir nuevos horizontes artísticos llevaron a Mallo a integrarse en las clases de dibujo libre del pintor Julio Moisés, espacio que compartió con otros jóvenes artistas vanguardistas, un lugar donde no sólo se esculpía o se pintaba, sino que también se debatía sobre temas políticos y sociales, porque el artista estaba convencido que el arte podía y debía ser un instrumento de cambio y mejora social.
Las exposiciones nacionales de bellas artes celebradas desde 1856 hasta 1968 en Madrid fueron la ventana oficial donde exponer y ser reconocido públicamente, aunque los pintores vanguardistas inauguraron otros canales alternativos en los que mostrar sus obras. Mallo comenzó a exponer a la edad de veinte años en la II Exposición de Arte Avilesino y, desde su segunda exposición en la Feria de Muestras de Gijón, en 1927, tuvo el reconocimiento de jóvenes críticos como Miguel Pérez Ferrero, Ernesto Giménez Caballero y José María Quiroga Plá, que reseñaron sus obras La isleña y varios cuadros pertenecientes a las series «Verbenas» y «Estampas», pero la exposición que le dio el empuje definitivo fue la inaugurada el 26 de mayo de 1928 en los salones de la Revista de Occidente.
El encuentro entre Mallo y el filósofo madrileño Ortega y Gasset surgió a través del crítico literario y periodista Melchor Fernández Almagro, quien le habló de la singularidad de la pintora. La exposición fue un punto de inflexión en su carrera artística, y numerosos intelectuales, escritores, periodistas y poetas pertenecientes a la escena intelectual madrileña comenzaron a escribir sobre su trayectoria profesional, como Francisco Ayala, Manuel Abril, Enrique Azcoaga, José Bergamín, Josefina Carabias, Federico García Lorca y el crítico cinematográfico Luis Gómez Mesa, entre otros. Bourdieu, en Las reglas del arte, señala que el productor de la obra de arte no es el artista, sino el campo de producción artístico, pues es en este campo donde se origina el valor de la obra de arte como fetiche, al producir la creencia en el poder creador del artista.
La obra de arte sólo sirve como objeto simbólico provista de valor si es conocida y está reconocida, es decir, si está socialmente instituida como obra de arte por academias, prensa especializada, críticos y espectadores dotados de la disposición y de la competencia estéticas necesarias para conocerla y reconocerla como tal. Mallo contó, desde sus primeros años en Madrid y prácticamente hasta el final de sus días, con el apoyo de una crítica que conectaba con los presupuestos de su pintura, un arte que trataba de innovar y romper con el pasado por medio de la renovación formal y estética o, como señalara la política y ministra durante la Segunda República Federica Montseny en la Revista Blanca, en 1926, «un arte del pueblo y para el pueblo» .
Socialización profesional
La joven Mallo vivió en un Madrid de más de ochocientos mil habitantes por la que circulaban coches y tranvías, y cuyos ciudadanos se desplazaban de Chamartín a Sol a través de la primera línea de metro inaugurada a principios del siglo xx. La capital estaba viviendo una etapa de relativa prosperidad y era un hervidero de teatros, cafés y salas de cine: el Cine Doré abrió sus puertas en 1912; el Real Cinema, en 1918; el Monumental Cinema, en 1923, o el Cine Pavó, en 1924. La Gran Vía, con el cine Callao, el Palacio de la Música, el cine Avenida o el Palacio de la Prensa, era la arteria que acogía las salas de los espectáculos más modernos e ir al cine comenzaba a ser toda una actividad de ocio para la clase media.
Maruja Mallo, al igual que toda la vanguardia española, estuvo muy influida por la gran pantalla concediendo al cine el papel de arte moderno por excelencia y desde Alberti hasta Dalí o Buñuel escribieron o teorizaron sobre esta nueva fuente de creación. Mallo pintó las Estampas cinemáticas entre 1927 y 1928 y décadas más tarde recibió el encargo de una obra mural de gran tamaño para la sala principal del cine de Los Ángeles, en Buenos Aires, sobre la que experimentó con una amplia gama de soluciones técnicas: papel celofán, botones, bombillas de colores, conchas y estrellas de mar incrustadas, etc. y de la que hoy solo se conservan fotografías.
En este Madrid en pleno crecimiento y desarrollo social y cultural, Mallo gozó de una libertad de movimiento que no era habitual entre las mujeres de la clase burguesa. Era una «paseante» que, sola o en compañía de amigos, exploró ambientes muy diversos: de las visitas al Prado, a las tascas de los proletarios que surgían en los barrios más periféricos, de los hoteles como el café del Rector Club’s en el Palace, donde se bailaba al son del jazz o de las nuevas danzas, a las zonas más deprimidas de Madrid en compañía de los artistas Alberto Sánchez y Benjamín Palencia o del poeta Pablo Neruda. Caminar sin destino o pasear sin rumbo fijo eran actos que trastocaban las normas establecidas, en una sociedad que, pese a los tímidos avances en materias educativas o sociales, es aún muy conservadora. Mallo, además, se inmiscuye en espacios exclusivamente masculinos, como los cafés y los debates que en ellos tenían lugar, participando en las tertulias de la Revista de Occidente, de Ortega y Gasset, la de Cruz y Raya de Bergamín, la del Café de San Millán en la Latina y la de la Residencia de Estudiantes invitada por Buñuel y Lorca, a los que conocería gracias a Dalí y con quienes colaboró en múltiples ocasiones. Rafael Alberti se convertiría en su pareja en estos años de formación, y el intercambio intelectual y artístico entre ambos quedó patente en muchos de los poemas de Alberti: De la mano de Maruja [Mallo] recorrí tantas veces aquellas galerías subterráneas, aquellas realidades antes no vistas que ella, de manera genial, comenzó a revelar en sus lienzos. «Los ángeles muertos», ese poema de mi libro, podría ser una transcripción de algún cuadro suyo.
Mientras que las tertulias de los cafés tenían un claro sesgo masculino, un nutrido grupo de mujeres de clase media alta, con una amplia formación y muchas inquietudes intelectuales tuvieron la idea de crear un club femenino que se convertiría en un referente para la generación de mujeres más jóvenes, entre las que se encontraba Mallo. El Lyceum Club fundado en 1926 por María de Maeztu, Victoria Kent, Zenobia Camprubí, Amalia Salaverría y Carmen Baroja, entre otras, fue un lugar de encuentro en el que participaron poetas, dramaturgos, científicos y artistas.
El cuadro La tertulia, de la pintora Ángeles Santos refleja parte del espíritu de estas reuniones: cuatro mujeres —algunas con rasgos andróginos y corte de pelo a lo garçon— están leyendo, fumando, hablando y mirando directamente al espectador sin ningún tipo de pudor, controlando su espacio y sus poses. La pintura presentaba a un grupo de jóvenes abanderadas que, tanto por su forma de vida, como por su profesión o su actividad política, fueron capaces de inaugurar nuevos espacios de libertad, como fue el caso de Carmen de Burgos o María Martínez Sierra. Burgos fue presidenta de la Cruzada de Mujeres Españolas y la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Iberoamericanas y escribió sobre la situación de la mujer contemporánea en su obra La mujer moderna y sus derechos, en 1927. Martínez Sierra escribió cinco libros sobre mujer y feminismo entre 1916 y 1932 y ejerció como secretaria de la Alianza Internacional del Sufragio de la Mujer y a finales de los años veinte formaba parte de la fundación de la Asociación Femenina de Educación Cívica.
Otras mujeres con voz propia en la España de los años veinte fueron Margarita Nelken, con sus obras La condición social de la mujer (1919) y Las escritoras españolas (1930), y Victoria Kent y Clara Campoamor, quienes tuvieron un papel decisivo en los tribunales. Este nutrido grupo de mujeres, gracias a su esfuerzo y a su implicación por crear una sociedad más igualitaria, influyó en la siguiente generación de mujeres que hallaron un terreno fértil en el que la nueva imagen femenina ofrecía sugestivas intersecciones con los florecientes movimientos de vanguardia.
El Lyceum cerró sus puertas durante la Guerra Civil y tras la contienda se convirtió en la sede del Círculo Medina, un lugar de reunión de la Sección Femenina de Falange que devolvió a la mujer el papel de madre atenta y esposa cuidadosa, a través de las tareas que la Sección Femenina propuso: labores, puericultura, bailes regionales y cocina. Atrás quedarían los debates, las lecturas, los viajes y las acciones culturales y sociales de este grupo de intelectuales que vieron acallar sus propuestas con el exilio y cuya memoria permaneció oculta durante los años que duró la dictadura. Maruja Mallo bebió de las inquietudes de todas estas mujeres y formó redes de amistad que le facilitaron apoyo económico y moral en los momentos más difíciles. Durante sus años de formación, conoció a la escritora Concha Méndez y a la pintora Margarita Manso Robledo.
Con ellas, formó un trío de jóvenes deseosas de transgredir las normas sociales y pasarlo bien, pues salían a la calle sin sombrero ante el asombro del gentío o se paseaban por espacios todavía reservados a los hombres: «[...] Estaba prohibido que las mujeres entraran en las tabernas; y nosotras, para protestar, nos pegábamos a los ventanales a mirar lo que pasaba dentro». Estas mujeres estaban siendo conscientes de la importancia de sus aportaciones intelectuales y buscaron lugares de encuentro y creación sin la presencia masculina.
Entre ellas, se formaron fuertes lazos de apego, pero también de admiración y de respeto: Maruja Mallo pintó a Concha Méndez como a una mujer deportista y libre, Méndez dedicó poesías a Rosa Chacel, a María Zambrano y a Ángeles Santos; Norah Borges, Chacel y Mallo colaboraron en la revista de vanguardia La Gaceta Literaria; Mallo participó en la tertulia de los domingos en casa de Zambrano y se cartearon durante años y una de las últimas entrevistas de Mallo antes de marcharse a París fue realizada por la periodista Josefina Carabias, que alaba la trayectoria de la pintora y se interesa por su obra y por las exposiciones que va a realizar en la capital francesa y en donde Mallo destaca que la clave de su éxito es «el trabajo y el ansia de aprendizaje de nuevas ramas artísticas como la escenografía».
La guerra detuvo estos encuentros, aunque formó nuevas relaciones en el exilio, de las que surgieron interesantes colaboraciones, como es el caso de Mallo y la editora Victoria Ocampo, que le abrió las puertas a la clase adinerada bonaerense y a través de la cual accedió a compradores y galeristas, a los que pudo vender sus obras y ser económicamente independiente
Mallo se empapó de la vida urbana y fue formando su propia idea del arte a través de sus paseos, la asistencia a reuniones, las visitas a museos y las lecturas de poetas y otros teóricos en boga en aquellos años, como Marx y Freud. La artista participó y se integró en un universo muy masculino que la acogió por su valía y posiblemente también por su excentricidad2. En 1932, la Junta de Ampliación de Estudios de Madrid le otorgó una pensión en París y, gracias a sus relaciones con Picasso, Bretón, Miró, Aragon, Arp y Magritte, expuso un total de diecisiete obras de sus series «Estampas», «Cloacas y campanarios» en la galería fetiche del surrealismo francés Pierre Loeb.
Con ello inició un proceso de metamorfosis que la alejó del naturalismo de la serie «Verbenas», de gran colorido y vitalidad, y se adentró en un mundo onírico más tenebroso, posiblemente como preludio del desmembramiento de la España de los años posteriores.
Exilio y retorno
En los primeros meses posteriores al estallido de la Guerra Civil, Mallo se desplazó a Portugal y, desde Lisboa, tomó un barco a Buenos Aires auspiciada por la poeta y embajadora de Chile en Portugal, Gabriela Mistral. El horror vivido durante la Guerra Civil quedará reflejado en cuatro artículos publicados en La Vanguardia en el mes de agosto de 1938, bajo el título de «Relato veraz de la realidad de Galicia». Mallo permaneció en la capital argentina de 1937 a 1964, donde prosiguió con su intensa vida social, codeándose con intelectuales, pero también con la élite financiera y cultural bonarense. Durante aquellos años, viajó, expuso y dio conferencias en toda Sudamérica y Estados Unidos y vivió por el arte y gracias al arte a través de la venta de sus obras y de los ingresos de sus libros, premios y conferencias.
La pintora viajó a España por primera vez en 1961 y se instaló definitivamente, cuatro años más tarde, en Madrid, una ciudad que tímidamente abría sus puertas a los influjos extranjeros. Sus primeros años fueron solitarios. La mayoría de sus amigos habían muerto o seguían en el exilio y la falta de relaciones sociales a las que estaba tan acostumbrada calaron en la vida de la pintora: «[…] y yo sola en el Hotel Palace y las galerías llenas de pintura informalista, que es un estilo totalmente franquista». A esta soledad, se unían los recuerdos placenteros del Madrid de su juventud, cuando la artista contaba con el apoyo de intelectuales, escritores y amigos con el idílico proyecto de alterar la vida cultural de un país en movimiento. Sin embargo, la fuerza intelectual y artística de la pintora hizo que conectara con un grupo de jóvenes deseosos de nuevos aires de libertad tras años de oscurantismo artístico. Sus nuevos amigos, muchos de ellos artistas, críticos de arte o comisarios, dieron a conocer a la pintora: Consuelo de la Gángara publicó la primera monografía sobre Mallo en 1976, y en 1982 recibió la Medalla de Oro de Bellas Artes concedida por el Ministerio de Cultura, aunque el verdadero reconocimiento le llegará —como a la mayoría de las mujeres artistas españolas— tras su muerte.
The Case of Maruja Mallo (1902-1995) and..." by Alejandra Val Cubero
No hay comentarios:
Publicar un comentario