Comisariada por Alejandro Vergara, jefe de Conservación de Pintura Flamenca del Museo del Prado, y por Friso Lammertse, conservador del Boijmans van Beuningen, la exposición titulada El joven Van Dyck posee el rango de un acontecimiento por varias razones, como, en primer lugar, ser la primera muestra monográfica sobre su pintura realizada en nuestro país e inscribirse en la sana tradición del Prado de airear la obra de las figuras capitales de su colección, en la que el pintor flamenco destaca junto a otros egregios representantes como El Bosco, Tiziano, Rubens, Velázquez o Goya, de todos los cuales hay en nuestra histórica pinacoteca conjuntos únicos en el mundo. Ambas son, sin duda, razones de peso, pero, en el caso de Anton van Dyck (1599-1641), figura vertebral de la gran pintura barroca europea, se añade ahora el aliciente de abordar monográficamente su primera etapa, plena de expectativas aún no suficientemente analizadas.
Extraordinariamente precoz, como lo corrobora el hecho de haber firmado obras con apenas 14 años, la presente exposición abarca el periodo entre 1615, cuando contaba 16 años, y 1621, cuando, en el año en que cumplía 22, abandonó Amberes para girar una visita por Italia, donde permaneció una media docena de años.
Antes, en 1620, se había desplazado a Londres durante unos meses al servicio del rey Jacobo I, un preludio para su vinculación inglesa, pues volvió allí en 1632 y allí continuó hasta su muerte, acaecida nueve años después, dejando una impronta tan fuerte en la pintura británica que perduró durante varios siglos.
¿Por qué, en cualquier caso, es tan importante centrar nuestra atención sobre los primeros pasos artísticos de Van Dyck, al margen de las razones antes aducidas y a las que podríamos ahora añadir la de su fuerte influencia en nuestra pintura del último tercio del siglo XVII, protagonizada por figuras del porte de Carreño, Rizi, Herrera o Claudio Coello? Entre otras cosas, porque el adolescente Van Dyck llegó a pintar, que sepamos, 160 cuadros, lo cual es más de lo que pintó Velázquez durante toda su vida, pues éste, nacido, como el flamenco, en 1599, le sobrevivió casi veinte años. De manera que precoz y prolífico, lo que es un buen anuncio para alguien que empieza, pero hasta los mejores augurios hay que cumplirlos para que no se conviertan en agua de borrajas. Desde luego, Van Dyck los cumplió con creces, aunque es legítimo preguntarse desde cuándo y cómo lo hizo, la interrogación que trata de responder la presente exposición poniendo delante de los ojos una selección de la obra que pintó durante esta primerísima época de su producción.
Como contamos con muy pocas noticias acerca de la infancia y primera juventud de Van Dyck, la visión de su obra estos años resulta ciertamente decisiva para aquilatar las raíces artísticas del genio. Sabemos que se formó, en primera instancia, hacia 1609, con diez años, en el taller de Hendrick van Balen (¿1575?-1632), un manierista flamenco de Amberes, que pasó por Italia, especialista en pintura mitológica y con una factura minuciosa y algo relamida, del que Van Dyck apenas conservó nada o lo dejó enterrado. Luego, ya habiendo alcanzado el grado de maestro a los 19 años, en 1618, empezó a trabajar con Rubens, probablemente más en calidad de colaborador que en la de aprendiz, lo que no quita que obviamente este formidable artista, nacido en Siegen en 1577, pero oriundo de Amberes, ya entonces en la cúspide de su bien merecida y aplastante fama, no supusiera para su joven émulo una conmoción. Así se puede comprobar el par de años en los que Van Dyck trabajó para Rubens, durante los que el primero se debate para satisfacer las altas exigencias del segundo, aunque siempre dando muestras de que su admiración no cortase por completo su propia respiración.
Con el florido testimonio de las pinturas ejecutadas por Van Dyck entre 1618 y 1620, acompañadas de una selección de sus maravillosos y significativos dibujos, la muestra que nos ocupa nos revela, en primer lugar, esa apasionante tensión entre el apabullante genio consagrado y el genio en ciernes que trata de hacerse un lugar propio. Como tradicionalmente se impuso la versión de que Van Dyck fue una criatura de Rubens, si bien se le reconocía el talento propio de haberle reinterpretado en clave más lírica y elegante, no sólo nunca hasta ahora se había enfocado la cuestión de cómo y hasta qué punto fue su mutua interdependencia, sino el tipo de pugna que se planteó el seguidor para ser él mismo.
Quien haya mirado el par de contundentes obras de Van Dyck, que, entre otras, se conservan en el Museo del Prado, La flagelación y El prendimiento de Cristo, puede calibrar el brío que despliega en este sentido, dejándonos en la duda si sigue o replica a Rubens; esto es: cuánto hay de déficit o de superávit en su relación. Aunque en la gran retrospectiva Antoine van Dyck 1599-1641, que se exhibió en Londres y Amberes en 1999 bajo los auspicios científicos de Christopher Brown y Hans Vlieghe, se prestó atención a este periodo inicial de Van Dyck entre 1613 y 1621 con una selección nada despreciable de 27 pinturas y dibujos, dentro del gran conjunto general de las 105 obras que comportó esta amplia revisión del maestro flamenco, ni en cantidad, ni en calidad de atención, puede compararse con El joven Van Dyck, que ahora podemos admirar en Madrid, pues contiene prácticamente todas las obras de la precedente más muchas otras no exhibidas entonces, además evidentemente de las atesoradas en el Prado.
El joven intentó satisfacer las altas exigencias del maestro, sin que su admiración cortase por completo su propia respiración
Hay, en suma, muchas revelaciones en esta oportuna y brillante iniciativa, que logra recomponer esta primera edad oscura de Van Dyck, cuyo interés no se ciñe sólo a esta erudición escolar que compete a los especialistas, porque el acopio de gran pintura, plena de la áurea brillantez del mejor barroco, es abundantísimo y deslumbran. Esta pesquisa confirma que, junto con Rubens, Van Dyck fue, en efecto, el mejor pintor flamenco del XVII, lo cual es como decir uno de los artistas capitales de esa centuria, pero ahora sabemos también que ya apuntaba a serlo desde su temprana edad. No me extraña que los responsables de la presente muestra se hayan acordado y citen El retrato de un artista como adolescente, la célebre novela autobiográfica de James Joyce, porque puede trasladarse a la perfección al caso de Van Dyck, otro joven genialmente precoz abriéndose paso en ese arduo mundo del arte y, también, un trotamundos.
Por lo demás, hay demasiados dibujos y cuadros sobresalientes en esta exposición como para descender al detalle de su comentario individualizado. Prescindo, por tanto, de cualquier mención de esta clase, pero no de subrayar el interés y la belleza que supone aproximarnos, muy bien guiados hasta los mínimos detalles, a la fragua de un pintor genial, como lo fue, de principio a fin, Anton van Dyck, incluso habiendo fallecido a los 42 años, cuando se inicia la madurez plena de un creador.
El joven Van Dyck. Museo del Prado. Paseo del Prado, s/n. Madrid. Del 20 de noviembre al 3 de marzo de 2013. Patrocinada por la Fundación BBVA
Francisco Calvo Serraller EL PAIS
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