La sexualidad femenina fue fácilmente reconocida y el sexo entre dos hombres fue aceptado en ciertos contextos sociales. Los hombres eran los principales productores y consumidores del shunga, pero también tenía una gran aceptación entre el público femenino.
Desde finales del siglo XIX y durante el siglo XX -tras la apertura a Occidente por parte de Japón- el shunga fue apartado del ámbito popular y académico de Japón y se convirtió en un tabú.
Resulta irónico, pero en esta época fue descubierto y coleccionado con entusiasmo por artistas europeos y estadounidenses como Tolouse-Lautrec, Aubrey Beardsley, John Singer Sargent o Picasso.
El shunga no es pornografía vulgarmente obscena y degradante, sino que celebra una actividad natural del ser humano, con cierta sensibilidad, diversión y un refinamiento propio de los grandes maestros, entre ellos Utamaro y Hokusai.
En estas estampas eróticas tanto el hombre como la mujer disfrutan del placer sensual en todas sus formas, generalmente representados con unos genitales desproporcionados y en ocasiones situados en escenarios floridos o bucólicos.
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